El silencio del dolor
Siempre hacia lo mismo, todos los días como si fueran un tiovivo, rodando y rodando sin llegar a ningún sitio, con alguna floritura pero plano como el electroencefalograma de un muerto. Su vida era como un viaje sin sentido, carente de destino, sin ilusiones ni emociones, solo pasar por pasar los días sin pedir nada a cambio. Era conocido como el hombre raro, muy poca gente había hablado con él más de cuatro palabras seguidas, solamente para hacer alguna cosa mercantil o saludarle.
Siempre iba a comer al mismo sitio, a la misma mesa que siempre tenía reservada, donde se sentaba y no decía nada porque el dueño del bar ya sabía lo que quería; una ensalada y una tortilla sin otra cosa que no fuesen huevos, y nunca pedía nada más, como mucho un vaso de agua fresca. Su mesa era la que estaba más alejada de la puerta de entrada y de la televisión, un sitio alejado y con poca luz y desde donde se podía ver quién entraba al bar. Un día que estaba el bar lleno de gente, un hombre le dijo si podría tener el favor de dejarle un lado en su mesa y el, simplemente le dijo que no, sin levantar la mirada del lo que comía.
Cada día, también, solía ir a los medios por la tarde al mercado para comprar alguna cosa pera cenar, no comprar más de lo que era necesario para la cena, porque la desaparición tirar sobre todos los alimentos que se le ponían en mal estado por no comérselos, era ahorrador de más. A las horas que iba al mercado de la Boquería no había mucha gente y los precios estaba rebajados para rematar las pocas mercaderías que quedaban, muchas de las paradas estaban completamente vacías y los dueños las estaban limpiando pera cerrar hasta el próximo día.
Para cenar siempre compraba o bien pescado o una pechuga de pollo, le gustaba sin aceite y ni un gramo de sal.
Volviendo para su casa siempre hacia el mismo recorrido: salía por la puerta de atrás del mercado y sin prisa llagaba al los jardines del Hospital de la Santa Cruz, donde se quedaba unos minutos. Le gustaba el edificio por dos razones especialmente, una porque le transportaba a los siglos en que la actual biblioteca de Catalunya era realmente el hospital de tuberculosos de la Barcelona medieval, se quedaba embelesado mirando todos los detalles que el paso del tiempo habían cicatrizado al entorno arquitectónico dejando claro el paso del tiempo, las losas irregulares del claustro, desgastadas por las miles de personas que habían caminado por encima de ellas, las señales semicirculares que pesadas puertas mil veces abatidas habían dejado para la eternidad, la fuente de en medio del jardín donde un racimo de agua no dejaba nunca de hacer de banda sonora de lugar, la fuente que no es otra cosa que un cáliz dentro de un octágono, con su mensaje escondido donde sus aguas siempre están llenas de unos cabellos verdes y viscosos, que él siempre intentaba coger con las manos, evocando aquellos momentos donde la inocencia de los pocos años otorgan felicidad de las cosas más sencillas y bellas, que son justamente los que dejan las huellas más reconocibles de las personas a medida que el otoño va dejando paso al invierno de la vida mortal. Poco más allá, en el centro del jardín estaba la cruz, sobre una columna salomónica que le da nombre al lugar, y a sus lados dos grandes escaleras de piedra donde de niño subía con sus amigos para tirar aviones de papel, que animaban a gritos para que llegaran lo más lejos pasible. Al llegar la puerta principal del edificio siempre tenía la misma sensación de vuelta a la realidad.
Los sábados, en cambio, salía de su casa muy temprano y sin prisa iba a una piscina de la Barceloneta, donde nadaba sin prisa hasta la hora del aperitivo, cuando se tomaba un vermut y unas anchoas de la Escala mirando la mar, era su merecido regalo por haber vivido una semana más.
No tenía necesidad de hablar con nadie más de esas palabras necesarias para pedir lo que necesitaba o quería, de todas maneras ya no recordaba cuando había sido la última vez que había entablado una conversación, que desde hace tiempo considera intranscendentes. Le gustaba pasear sumido en un estado melancólico, sin prisas, era su manera de alejarse de una sociedad que nunca le había dejado entrar en ella; para él la sociedad no significa nada, y en especial desde que había sucedido aquello, en aquella noche de verano, aquello por la que no le gustaba pensar en el pasado y, cada vez que lo hacía le causaba tanto daño.
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EL SILENCIO DEL DOLOR
Paranormalel asesinato de su amigo de la infancia lo recluye en su interior, la aparición de su abuelo la hace reaccionar pero ya es demasiado tarde para ello.