La esfinge que llora

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Ramírez sabe que el encuentro le va a producir angustia y dolor, sin embargo, también está consciente de que es necesario. Tiene que verla, escucharla, e intercambiar miradas... El tiempo apremia y tal vez esto ya no sea posible pronto, ¿se podría perdonar después si no comparte un breve espacio con esta persona? Jamás. Sería un eterno reproche con el que cargaría por el resto de su vida. Así que, al cruzar el marco de la puerta, trata de estar mental y emocionalmente preparado, aunque en el fondo conoce que su corazón está devastado... Pero tiene que estar ahí, ante Olivia.

La encuentra sentada, fatigada y un poco apagada. Alguna vez siempre sonriente, ahora con un coraje desmesurado, ella solo se atreve a exprimir una leve sonrisa y saludar a sus visitantes. Es Olivia, una señora mayor y padece de cáncer, aquella fatídica enfermedad que tanto aqueja a los seres humanos. Solo su mención puede causar un lúgubre eco; cantidades inimaginables de vidas han sucumbido por su causa.

—Hola, me alegra verlos, tomen asiento— saluda con su tenue voz la frágil Olivia. Sus ojitos por un momento recuperan un poco de chispa.

Enseguida platican un poco de todo, es una charla banal que por el lapso de una hora hace olvidar de sus tristezas a la valiente señora; dialogan sobre comida, viejas amistades, películas. En fin, de lo que sea. Sin embargo, el tema crucial es imposible de evitar, en algún punto de la conversación, con una fuerza sorprendente, ella afirma:

—Que sea la voluntad de Dios, si ya ha llegado mi hora, que así pase.

Ramírez quisiera decirle que no, que a él poco le importa la voluntad de Dios, que él quiere tenerla aquí, muchos años más, la necesita... Es «su» abuela. ¿Qué será de su vida cuando no la pueda volver a ver? ¿Cuándo no la pueda abrazar? ¿Y las cotidianas cenas? ¿Y los cumpleaños? No quiere imaginarse una existencia en la que ese vacío esté perforándole el alma. «Soy un miserable, quiero ordenarle a Dios que ella no se vaya, que no me separe de su presencia, que esa luz no se apague», piensa, mientras reflexiona en lo injusta que es la vida. Tantas ovejas negras, descarriadas, seres odiosos, repugnantes, y sueltos en el mundo para hacer daño a otros, y tenía que ser su abuela quien recibiera esta maldición, esta sentencia de muerte. Por algunos instantes, incluso Ramírez desea juzgar a Dios, y condenarlo por su indiferencia, por su apatía y un sinfín de iniquidades más. «Soy un miserable», vuelve a pensar. A veces, cuando camina de noche a su casa, y va lentamente por la desolada carretera, voltea al cielo y observando atentamente las estrellas pide un milagro, al mismo tiempo que pregunta:

—¿Por qué a ella? ¿No hay compasión? ¿Una de las personas más buenas y decentes merece morir? ¿No puede haber un milagro?

La única respuesta es el silencio, interrumpido de pronto por algún camión o bus que circula ruidosamente. Y sigue viendo las estrellas, esperando que alguien conteste, pero nada pasa. Es una indiferencia absoluta. En ocasiones, se pregunta si se terminará volviendo ateo, aunque lo ve poco probable; un ápice de esperanza se lo impide.

Los días transcurren y las buenas noticias  nunca llegan, la vida se detiene en cada segundo en el que Olivia se manifiesta como un relámpago, que recorre su mente y su corazón. No puede dejar de pensar en ella. Todo esto le parece fastidioso, ruin y, sobre todo: injusto. El pan de cada día es la sinrazón; un alma tan noble, risueña, y con ganas de vivir se esfuma, y no hay nada que pueda hacer, al mismo tiempo que observa a otros menospreciar la vida, dedicándose únicamente a la terrible tarea de causar daño y dolor a los demás. Todos impunes, alegremente cabalgando la existencia solo para infligir oprobio a los más débiles. Es un espectáculo terrible, una tragedia.

—Ramirito, la fe mueve montañas— le dice dulcemente Olivia a su nieto.

Ramírez no sabe qué decir, solo le sostiene la mirada por un segundo y baja la cabeza. Está quieto, no mueve un solo músculo, parece una esfinge, con un semblante serio y triste. La esfinge llora, solo que nadie ve sus lágrimas, puesto que son invisibles. Desea gritar que no la quiere dejar ir, que, si bien ella es lo suficientemente fuerte para aceptarlo, él no; anhela seguir compartiendo su cariño. Es un egoísta y si de él dependiera, no le permitiría partir. Pero no hay nada que pueda hacer al respecto.

La realidad es que Ramírez quisiera que el dolor detrás de cada pinchazo, pudiese ser él quien lo sufriera, que su piel cargara esa cruz y no ella. Protegerla, y alejar el sufrimiento, portarlo y liberarla, aunque sea por un rato. Pero no es posible. Seguirá siendo una esfinge lastimada por heridas invisibles. Su única venganza es aprovechar cada oportunidad para decirle a Olivia lo mucho que la quiere, y darle un abrazo, mintiendo acerca de que todo va a estar bien. Es su manera de batallar contra la maldad de este mundo, no dejando pasar ni una sola oportunidad para hacer saber a sus seres queridos cuánto los estima. 

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