Prólogo

101 5 0
                                    

Apenas faltaban unos minutos para media noche. La mansión Sickey llevaba abandonada casi un siglo. Los cristales de las ventanas de los cuatro pisos que componían la casa, estaban rotas y empolvadas. La madera de las vigas que sostenían la casa crujían como quejidos fantasmagóricos a la más mínima brisa.

Su exterior hacia recordar a caserones encantados, de esos que aparecen en las películas.

Su interior era aún más escalofriante. Enormes muebles, cubiertos con sábanas amarillentas a causa del polvo, decoraban todas y cada una de las habitaciones. El suelo era una espesa capa de polvo, que parecía no haber sido pisado nunca por ningún ser humano.

Solamente un reloj de pie se encontraba sin sábana que lo cubriera del polvo, pero parecía no hacerle falta. En su superficie no había huella alguna de suciedad ni del paso de los años. Además, seguía marcando la hora correctamente.

En aquella habitación, postrada en un altar de madera sin apenas decoración, se encontraba una joven de no más de quince años. Cualquiera hubiera dicho que estaba muerta. No respiraba, no parecía haber sangre en sus venas. Su piel era pálida y enfermiza. Sus labios no tenían color.

De repente. Campanadas.

La chica abrió los ojos. Dos ojos acuosos, sin alma, sin calor humano...

Pasó un buen rato hasta que aquella extraña chica decidiera mover el cuerpo. Vestía un camisón de gasa en cuyo pecho se leía Madeline bordado en letras con hilos de oro.

Todos los huesos de su cuerpo crujieron, como si hubiera estado muchísimos años sin moverse. Se sentó con dificultad. Escondió la cara en las manos, intentando poner su mente en funcionamiento. Levantó la mirada, una mirada llena de odio, la de un espíritu maligno lleno de rencor. 

La última GeneraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora