Capítulo 10: La mala noticia

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Veintitrés por ciento...

—Lleva toda la tarde reiniciándose, Jo, demos una vuelta —insistió Laurie.

Jo observó la pantalla de su portátil.

—Pero yo quería que vieses la historia —protestó ella.

—Llevamos una hora aquí, tus hermanas incluso están llegando —dijo Laurie asomándose por la ventana.

Jo suspiró.

—Está bien —aceptó.

Bajaron las escaleras a brincos y lo que vieron dejó a Jo, sin palabras.

Amy observaba entre sus colores como su madre llamaba por teléfono lloriqueando un poco realmente atenta de la conversación. Jo se sentó a su lado.

—¿Qué ocurre, Amy? —preguntó.

—No lo sé —contestó ella igual de confundida.

La señora March se despidió y colgó, mientras se limpia las lágrimas con manos temblorosas. En ese momento llegaron Beth y Meg.

—¡Marmee! —exclamaron a dúo.

Ambas llevaban flores y plantas en sus manos, las posaron en una mesilla y se acercaron a ella.

—¡Oh, mis niñas! —exclamó—. Es vuestro padre.

Cuando Laurie escuchó eso se quedó en tensión, desconocía cualquier información acerca del padre de las niñas.

—Está herido, en Washington, creo que debería ir allí —lloriqueaba la señora March—. Es muy grave.

Las niñas quedaron en silencio con la cabeza gacha, algunas sollozaban, otras luchaban por no hacerlo.

—Tienes que irte ya, Marmee —dijo Meg—. Te sacaré el billete de cuánto antes.

—No lo hagas, Meg, hasta que no tengamos el dinero suficiente —suplicó.

Laurie abrió la boca para ofrecerse a pagar, pero no dijo nada, su dinero no le pertenecía a él, sino a su abuelo.

—¿Y cómo podemos conseguirlo? —preguntó Jo nerviosa.

Marmee se tapó la cara con las manos temblorosas.

—No lo sé —sollozó—. No lo sé, niñas.

Jo frunció el ceño, decidida.

—Yo lo haré.

—Tú no puedes hacer nada, Jo —señaló Meg, Jo se colocó una chaqueta y abrió la puerta.

—Jo, en lo único que puedes ayudar es en comprar cosas para el viaje —dijo la señora March extendiéndole unos billetes y Jo se acercó a recogerlos.

—Volveré pronto —prometió antes de cerrar.

—¿Y nuestra tía? —cuestionó Meg—. Ella podría ayudarnos con el dinero.

—Buena idea, Meg —dijo ella—. Necesito que alguien vaya a avisarle.

—Iré yo, Marmee —se ofreció Meg.

—Tú tienes clase con los King en media hora, cariño —recordó ella preocupada, Meg se mordió el labio.

—Pero papá es más importante —protestó ella—. Y Beth y Amy son muy pequeña para ir a la ciudad solas.

—Podría ir yo con ellas. —Las miradas de las March se pararon en Laurie.

—No queremos ser una molestia —dijo la señora March con culpa, Laurie sonrió.

—No es molestia —aseveró—. Es eso o dar clase con John.

La señora March le regaló una sonrisa de gratitud.

—¿De verdad no es molestia? —preguntó.

—No lo es —aseveró Laurie—. ¿Quién de las dos viene?

Beth bajó la mirada avergonzada, así que Amy se apresuró a levantarse y colocarse junto a Laurie.

—Nos vemos pronto —dijo ella dándole la mano al joven—. No te preocupes, Marmee, todo saldrá bien.

Ella asintió con dificultad y junto Amy, Laurie abrió la puerta y salió de la casa.

Mientras andaban hacia la parada de autobús, nadie habló. Amy iba sollozando y Laurie buscaba palabras para usarlas de consuelo, pero no las encontraba.

El autobús paró delante de ellos y por suerte, encontraron un asiento juntos.

—¿Quieres hablarlo? —preguntó Laurie una vez sentado.

Amy negó con la cabeza sin ser capaz de mirar a Laurie. Él no la forzó y comenzó a revisar su móvil.

—Tengo miedo de que Marmee vaya sola —suspiró Amy de pronto—. O de que a papá le ocurra algo.

Las lágrimas se escapaban y caían por las mejillas de Amy con lentitud, sus ojos se enrojecían y sus labios temblaban. Laurie la rodeó con el brazo y le acarició la cara y entonces Amy lloró desconsoladamente.

—Sí, Amy, llora —suplicó el chico—. Lo necesitas.

Algunas miradas se clavaban en ambos, pero Laurie intentó ignorarlas.

—No es justo... —protestó Amy—. ¿Y si la tía March no quiere darnos el dinero? ¡Es mucho tiempo sin ver a papá! Si supiera que podría haberlo despedido...

A Laurie se le hizo un nudo en la garganta al pensar todo el dolor que había en Amy o en cualquiera de las March y sus palabras consoladoras volvieron a esconderse.

—Lo siento, Amy.

Ella se secó las lágrimas y miró a Laurie. Él odiaba esos ojos lagrimosos, quería volver a ver el brillo de felicidad en ellos, pero era un tiempo difícil.

—Estoy harta de los problemas —dijo secamente de pronto—. Primero la escuela y después esto —mencionó después tapándose la cara con las manos.

—¿La escuela? —repitió Laurie—. ¿De qué hablas Amy?

—Debo dulces... —Las mejillas de Amy se sonrojaron levemente—. Mis amigas me han dado dulces muchas veces, ahora me toca a mí, pero no tengo con que pagarlo...

—¿Por qué aceptaste los dulces de tus amigas si sabías que acabarías en deuda? —preguntó Laurie enfadado, Amy apartó la mirada.

—Pensaba que me invitaban y entendían mis condiciones económicas —musitó—. Pero ellas no me entienden, creo que no tengo verdaderas amigas. Siquiera sé a quien contarle lo de mi padre.

Laurie envolvió sus manos en las de Amy.

—Ya me tienes a mí de amigo, y yo soy un verdadero amigo —prometió—. Si esas niñas te mienten, no te merecen.

—Entonces nadie me merece —lloró Amy con fuerza, Laurie se mordió el labio sin saber qué más objetar—. Seguro que no me quieren porque soy pobre y tengo problemas.

—¡Problemas tenemos todos, Amy! —exclamó Laurie y Amy dejó de llorar por un momento volviendo a mirar a Laurie—. ¡Y si ellas no lo comprenden te harán daño! ¡Quiérete!

Amy no dijo nada, miró hacia abajo y empezó a mover las manos nerviosas. Laurie volvió a entretenerse con su teléfono hasta llegar a la ciudad.

Laurie bajó con un suspiro, en ese día las cosas iban de mal en peor.

Mujercitas de Luisa May Alcott (Contemporáneo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora