Cuernos

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Decían que para ser un diablo tenía los cuernos pequeños. A mí nunca me importó: siempre pensé que eran del tamaño adecuado para adornarlos con margaritas, rubíes o herraduras. Durante un tiempo, dejé incluso que una araña viviera entre ellos. Tejió una fina telaraña gris entre uno y otro, y yo estuve contento.  Con la araña entre los cuernos, las mujeres todavía se asustaban más cuando las sorprendía de camino a la fuente o mientras lavaban la ropa en el río. Si se santiguaban o trataban de ahuyentarme con un crucifijo, yo echaba la cabeza hacia adelante, y la araña transitaba, con sus patas delgadas y largas, hacia sus hermosos cuerpos. Yo me reía a carcajadas, y una vez se habían marchado me echaba panza arriba sobre la hierba. Y allí dormía, feliz. Soñaba con potros desbocados y fiestas alrededor de una hoguera.

Ser un diablo con los cuernos pequeños tenía otras ventajas. Me permitía colarme en las fiestas, escondido bajo una capa, y escabullirme hasta las bodegas de los castillos sin ser visto. Los demás demonios me envidiaban por ello. Si ellos querían tentar a los jóvenes ebrios, tenían que esperar en los caminos solitarios y aparecerse en los revuelos cuando volvían a casa de madrugada. A mí, en cambio, me bastaba con esperar en el interior cálido de un barril de madera. Pasos rápidos en la escalera, titubeos. Llegaban a la bodega, y allí estaba yo esperándoles. Más de uno daba un traspiés al verme, con una copa de cristal en la mano.

–¿Brindamos por el futuro?

Les concedía pequeños placeres a cambio de poco. Seducía para ellos a una mujer, o conseguía que el caballo por el que habían apostado ganara la siguiente carrera. Eran buenos tratos. A cambio, les pedía que dejaran de ir a la iglesia durante unas semanas, o que pensaran en mí en lugar de en su Dios cuando bendijeran la mesa. Durante una temporada, concedí muchos deseos a cambio de que ordenaran plantar mandrágora, arrayán y romero en la parte trasera de sus jardines, y dieran órdenes de dejar las verjas abiertas después de la medianoche. Pueblos enteros empezaron a oler a esas hierbas. Al pasar por la calle, los curas se santiguaban y miraban hacia el cielo.

Lo confieso: lo hice porque me enamoré de una bruja, y quería hacerla feliz. La conocí de camino al infierno, y confié en poderla atraer, quizás, a alguno de esos jardines. Al final la encontré. Pero, ¡ah! Nunca hay que confiar en una bruja. Hechizan incluso a los demonios. La vi de espaldas a un rosal, hurgando en el interior de una rosa negra con la pata de un conejo. Tenía la mirada clara y serena. Hubiese jurado que llevaba la luna dentro.

–Acércate, te daré un beso.

Incliné la cabeza hacia ella y sentí sus manos frías sobre mi pecho. Esperé. Pero no fue un beso lo que recibí, sino un mordisco.

Ahora solo tengo un cuerno y sigo siendo, a mi pesar, un diablo enamorado.

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