Parte de historia sin título

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I DETRAS DEL GIMNASIO

ERA un día gris de otoño y Jill Pole estaba llorando detrás del gimnasio.

Lloraba porque le habían estado metiendo miedo. Este no va a ser un cuento de

colegio, así que les diré lo menos posible sobre el de Jill, porque no es un tema muy

agradable. Era un colegio “coeducacional” para niños y niñas, lo que se llama

habitualmente un colegio mixto; dicen que más mixtas eran las mentalidades de quienes lo

dirigían, que opinaban que se debía dejar a los alumnos hacer lo que quisieran. Y

desgraciadamente lo que diez o quince de los mayores preferían era intimidar a los demás.

Hacían toda clase de cosas, cosas terribles que en cualquier otro colegio habrían llamado la

atención y se les habría puesto fin de inmediato; pero no sucedía así en este colegio. Y aun

si así fuera, no se expulsaba o castigaba a los culpables. El Director decía que se trataba de

casos psicológicos sumamente interesantes, los hacía acudir a su oficina y conversaba con

ellos durante horas. Y si tú sabes cómo hablarle a un Director, al final terminarás siendo su

favorito.

Por eso Jill Pole lloraba en aquel nublado día otoñal en medio del húmedo sendero

situado entre la parte trasera del gimnasio y los arbustos del jardín. Y todavía estaba

llorando cuando un niño dobló la esquina del gimnasio. Venía silbando y con las manos en

los bolsillos y por poco tropieza con ella.

—¿No puedes mirar por donde caminas? —dijo Jill Pole.

—Está bien —dijo el niño—, no tienes para qué ponerte...

Y entonces se dio cuenta de que estaba llorando.

—¿Qué te pasa, Pole?

Jill sólo consiguió hacer una mueca; esa clase de muecas que haces cuando tratas de

decir algo pero te das cuenta de que si hablas vas a empezar a llorar de nuevo.

—Debe ser por culpa de ellos, supongo, como de costumbre —dijo con dureza el

niño, hundiendo más aún sus manos en los bolsillos.

Jill asintió. No tenía necesidad de añadir nada más, aunque hubiese podido hacerlo.

Ambos sabían.

—Pero mira —dijo el niño—, es el colmo que todos nosotros...

Su intención era buena, pero habló como quien va a decir un discurso. A Jill le dio

mucha rabia (lo que es muy comprensible que te suceda cuando te han interrumpido en

pleno llanto).

—Oh, ándate y no te metas en lo que no te importa —dijo—. Nadie te ha pedido que

vengas a entrometerte en mis cosas, ¿no es verdad? Y no eres el más indicado para ponerte

a decirnos lo que tenemos que hacer, ¿no es cierto? Supongo que pensarás que deberíamos

pasar el día haciéndoles la pata y desviviéndonos por ellos, como tú.

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