Héctor
La cafetería había pertenecido a mi padre y después la heredó mi hermano cuando yo decidí desentenderme, cuando decidí apartarme de mi familia, de mi entorno, del pueblo e incluso del país.
Quería dedicarme a lo mío, a lo que había estudiado y era mi vocación. Ahora que había vuelto lo veía de otra manera. Me había costado un par de días hacerme a la idea de volver a entrar a este sitio donde había trabajado después de las clases matinales en la universidad, mano a mano con mi padre y con mi madre. Aún podía escuchar su voz diciendo que recoger era la mitad de la limpieza, su voz diciendo que con educación y respeto si iba a todas partes, pero con trabajo y constancia sumados, no encontraría límites. Mi padre daba consejos y después te daba una pequeña colleja, como dando por finalizada la charla. Sé que él no nos guardaba rencor. Sé que fue un accidente.
A mi padre le habían diagnosticado Alzheimer recientemente. Era muy joven pero está enfermedad era así, sorpresiva e irremediable. Me lo había contado Tristán en aquel bar, con una cerveza en mano, era una cerveza alemana que le había recomendado y le había gustado tanto que dijo que llamaría al proveedor para traerla aquí. Habíamos brindado porque yo iba a volver a casa. Ni siquiera era consciente de que tenía a alguien detrás pisándome las huellas. Estábamos hablando de lo rápido que podía atacar esa condenada enfermedad y que teníamos que aprovechar el tiempo que tuviéramos para compartirlo con él. Yo me había sincerado y le había dicho que no quería que último recuerdo que le quedara de mí fuera el de un hijo cobarde que no se quiso enfrentar a la realidad. Tristán me dijo que lo importante era que volvía y nos fundimos en un abrazo, de esos que te recuerdan a las noches de emboscadas haciéndonos con la última tableta de chocolate de la despensa, las peleas por el mando de la televisión, las reparaciones a su bicicleta, los libros que conseguí que se leyera, las veces que lo había dejado copiarse de mis exámenes o había ido yo a hacerlos en su lugar, las trastadas que hacíamos, los momentos de bajón y el saber que a pesar de todo siempre nos tendríamos. Maldita relatividad temporal.
Miré el escudo del apellido familiar que mi padre había puesto casi cuarenta años atrás encima las cafeteras. Habían hecho una gran reforma. La cafetería solo se abría hasta las siete de la tarde. Además, había repostería y una amplia carta de desayunos y meriendas. Estuve un rato memorizándola. Pensé que más adelante, podría darle mi toque personal, podríamos introducir una pequeña variedad de productos salados. Conocía algo de cocina internacional y eso podía ser algo que sumara.
Entraron un chico y una chica poniéndose los delantales. Él me dio la mano y ella un par de besos. Qué raro era todo aquello. Maldita normalidad, que a mí no se me daba bien fingir.
— Nos ha avisado Olivia de que hoy volvías. — Comentó ella rompiendo el hielo.
— Sí, me voy a quedar un par de horas, iré volviendo poco a poco, si hace falta meter a alguien y que eche más horas, solo tenéis que decirlo. — Les dije, porque francamente necesitaba un poco de tiempo para adaptarme a aquello.
— No, no te preocupes, nos hemos enterado de lo de tu hermano, lo sentimos mucho.
— Gracias, chicos. — Me sequé las manos y ella empezó a echar las naranjas en la máquina y a encender las vitrinas.
Afortunadamente, Tristán había pensado en todo antes de irse y me había dictado una lista de tareas detalladas para que nadie sospechara. Habían sido días durísimos sabiendo que no podía salvarse, porque yo no había perdido la esperanza, pero él sabía que no había vuelta a atrás.
Carlota, que así se llamaba la camarera, se manejaba muy bien, conocía los "lo de siempre" de muchos clientes y tenía una bonita y cordial sonrisa, que acompañaba con un fuerte carácter cuando cruzaba la puerta de la cocina.
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DE ALGUNA MANERA
Romance3 meses. Un reencuentro Secretos. Mentiras. Silencios. Pasado. Muerte. Nacimiento