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 Cuando me dieron de alta busqué un sitio en la campiña de NuevaInglaterra o una aldea soñoliente (olmos, iglesia blanca) donde pasar unverano estudioso, acrecentando las notas que ya colmaban un cajón ybañándome en algún lago cercano. Mi trabajo volvía a interesarme —merefiero a mis esfuerzos de erudición—; lo demás, mi participación activa enlos perfumes póstumos de mi tío, se había reducido al mínimo. 

 Uno de sus antiguos empleados, descendiente de una familia distinguida,me sugirió que pasara unos pocos meses en la residencia de ciertos primossuyos venidos a menos, un señor McCoo, retirado, y su mujer, que deseabanalquilar su piso alto, donde tenían dos hijas pequeñas, una niña de meses y otrade doce años, y un bello jardín, no lejos de un hermoso lago. Contesté que lacosa pintaba muy bien. 

 Cambié cartas con esas personas, las persuadí de que era un animal muydoméstico y pasé una noche fantástica en el tren, imaginando con todos lospormenores posibles a la enigmática nínfula a la que ejercitaría en francés ymimaría en humbértico. Nadie me recibió en la estación de juguete donde bajécon mi lujosa maleta nueva, y nadie respondió al teléfono; pero al fin, unangustiado McCoo de ropas mojadas irrumpió en el único hotel de laverdirrosa Ramsdale con la noticia de que su casa había ardido por completo—quizá a causa de la conflagración sincrónica que durante la noche enterahabía rugido en mis venas—. Su familia, me explicó, se había refugiado enuna granja de su propiedad, llevándose el automóvil, pero una amiga de sumujer, la señora Haze, ilustre personaje que vivía en la calle Lawn, número342, se ofrecía para alojarme. Cierta dama que vivía frente a la señora Hazehabía prestado al señor McCoo su limousine, un maravilloso y anticuadoartefacto conducido por un negro. Desvanecido el único motivo de mi llegada,el arreglo mencionado me parecería ridículo. Muy bien, McCoo tendría quereedificar por completo su casa, ¿y qué? ¿No la había asegurado bastante? Mesentía enfurecido, decepcionado, harto, pero como cortés europeo no puderehusar que me despacharan hacia la calle Lawn en ese coche fúnebre,intuyendo que de lo contrario el señor McCoo urdiría un ardid aún máscomplicado para librarse de mí. Lo vi escabullirse y mi chófer sacudió lacabeza con una risilla. En route, me juré a mí mismo que no soñaría siquieracon permanecer en Ramsdale bajo ninguna circunstancia, y que ese mismo díavolaría a las Bermudas o las Bahamas. Posibilidades de ternuras junto a lasplayas en tecnicolor ya me habían cosquilleado en el espinazo tiempo antes y,en verdad, el primo de McCoo no había hecho sino torcer esa corriente deideas con su sugestión bien recibida pero, tal como ahora se revelaba,absolutamente insensata. 

 Y a propósito de virajes bruscos: estuvimos a punto de atropellar a uninsolente perro suburbano (uno de esos que acechan a la espera deautomóviles) cuando tomamos la calle Lawn. Poco más adelante apareció lacasa Haze, un horror de madera blanca, de aspecto sombrío y vetusto, más grisque blanca —el típico lugar en que se encuentra uno, en vez de ducha, con untubo de goma fijado a la canilla de la bañera—. Di la propina al chófer yesperé que se marchara en seguida, para regresar a mi hotel sin que me vierany empacar; pero el hombre no hizo más que cruzar la calle, pues una ancianalo llamaba desde la entrada de su casa. ¿Qué otra cosa podía hacer yo? Apretéel timbre. 

 Una criada de color me hizo entrar y me dejó de pie sobre el felpudomientras se precipitaba de nuevo hacia la cocina, donde se quemaba algo queno debía quemarse. 

 El vestíbulo tenía diversos adornos; un canillón colgante sobre la puerta,un artefacto de madera rojiblanca, de los que se venden en los mercadosmexicanos, y la reproducción preferida por la clase media presuntuosamenteartística, la Arlesiana de Van Gogh. Una puerta abierta a la derecha dejaba veruna sala con más trastos mexicanos en una rinconera y un sofá a rayas contrala pared. Al final del pasillo había una escalera, y mientras me secaba el sudorde la frente (sólo entonces advertí el calor que hacía fuera) y miraba, por miraralgo, una pelota de tenis gris sobre un arcón de roble, me llegó desde eldescanso la voz de contralto de la señora Haze, que inclinada sobre elpasamanos preguntó melodiosamente: «¿Es monsieur Humbert?» La ceniza deun cigarrillo cayó como rúbrica. Después, la propia dama fue bajando losescalones en este orden: sandalias, pantalones pardos, blusa de seda amarilla,cara cuadrada. Con el índice seguía golpeando el cigarrillo. 

Lolita [original]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora