Caravana (I)

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Cuando subió al carro, el niño fue el que la despidió con mayor fervor. No sólo la elfa le había dejado visitar su piso y lo que contenía, sino que le había mostrado otras armas y armaduras. Incluso le había hecho algunas demostraciones de sus habilidades. Y hasta la lince se había cubierto de fuego.

Los padres, por su parte, no sólo la despedían con la devoción, el respeto y agradecimiento que siempre habían sentido hacia ella, sino también con afecto. La actitud amable y comprensiva de su salvadora hacia su hijo los había conmovido.

Incluso les había entregado un equipo completo de nivel bajo, arco, daga y espada incluidos.

–Dádselo si algún día decide ser un guerrero– les había dicho, ofreciéndole así su ayuda, pero no alentándolo a seguir el camino, pues él no sabía del regalo.

En el pasado, su relación con ella había sido más extraña, distante, difusa. Sólo en algunos instantes habían sentido cierta proximidad, pues no siempre era fácil acercarse a una visitante, no siempre era fácil verla con claridad.

Ahora, incluso había un principio de amistad. Sólo lamentaban que tuviera que irse tan pronto, aunque podían notar la ansiedad de ésta por llegar donde quiera que fuera su destino.

La elfa también lamentó un poco la despedida. Tener un niño que la mirara con aquellos ojos era en gran parte reconfortante, aunque podía resultar un tanto agotador.

El matrimonio le caía bien, sólo la distancia que sentía que los separaba le molestaba un poco. Para ellos, era casi una diosa, lo que hacía que se mostraran demasiado respetuosos, demasiado reacios a ser más cercanos, algo con lo que no se sentía cómoda. Aunque estaba convencida de que, con el tiempo, podrían acortar esa distancia. Por desgracia, ahora mismo tiempo era algo de lo que carecía.



La elfa se situó al final del carro, principalmente porque tenía un animal consigo, uno especialmente grande. Llevaba un vestido élfico que había comprado aquella mañana, pues iba como pasajera, no como guerrera.

No era la única con un animal. Había un demihumano con rasgos de lobo que llevaba precisamente un lobo consigo, lobo que parecía sentirse intimidado por la lince. Y también había una mujer reptiliana, quizás de la misma especie que Crogall, el mago con quien había compartido grupo unas semanas atrás. Una enorme serpiente de color rojizo se enroscaba a su alrededor, quizás por costumbre, o quizás por temer a la lince.

Ambos miraron a la elfa y a la que creían su mascota, impresionados. Eran domadores, y sabían de la dificultad de someter un animal así. Se preguntaron si quizás podrían aprender algo de ella, pero no fueron los primeros en establecer conversación.

–Hola. Mi nombre es Vlanmio. Me preguntaba si querías venir con nosotros a pasar el rato. Este no es el lugar para una elfa tan elegante, y hermosa. Puedes dejar a tu mascota aquí, la puedes vigilar desde allí– la invitó el joven, un atractivo elfo de pelo verdoso.

Goldmi frunció el ceño. Sus experiencias pasadas provocaban que aquel tipo de actitud la disgustara, ya no sólo de su hogar natal, sino también por el príncipe. Y la drelfa le había explicado los últimos acontecimientos asociados a él. No sólo prefería evitar otra situación similar, sino que el llamar mascota a su hermana era algo que la había irritado.

–Prefiero quedarme aquí, con mi hermana– respondió secamente, enfatizando la última palabra.

Aquello cogió por sorpresa al joven, que no estaba acostumbrado a ser rechazado tan rápida y decisivamente. Incluso había notado hostilidad en las palabras de la elfa. Y le había desconcertado que llamara a aquel animal hermana.

–Como... Como quieras– se despidió él, retirándose, asumiendo que no tenía ninguna oportunidad con aquella elfa, y algo intimidado por la mirada de la lince. Había sido un instante, pero aquellos ojos amarillos habían mirado fijamente a los suyos.

Los dos domadores la miraron sorprendida y con fascinación. La diferencia entre domar un animal y poder llamarlo hermano era abismal. Y especialmente asombrado estaba el dueño del lobo, bastante unido a él, pero lejos de poder considerarse hermanos, pues la relación era jerárquica.

Por supuesto, podían dudar de lo que ella había dicho, pero la actitud de la lince ya les había hecho sospechar que su relación era algo diferente. Y, ahora, las piezas encajaban.

Así pues, los dos pronto entablaron conversación con la elfa, que se sintió un tanto abrumada, en gran parte porque le era difícil responder a sus preguntas. No sabía explicar como había conseguido que fuera su hermana.

–No estoy segura. En realidad no soy domadora como vosotros. Supongo que para que te acepte como hermano, primero has de serlo– respondió ella, no muy segura de lo que estaba diciendo.

Sin embargo, para su sorpresa, ambos la miraron con reverencia, como si hubieran sido inspirados por aquellas palabras, iluminados.

–¡Claro! ¡Eso es!– exclamó la reptiliana.

–Eres increíble– la alabó el domador.

–No es obvio– le preguntó a su hermana, sin alzar la voz, un tanto confusa.

–Totalmente– confirmó ésta, sin darle más importancia.

Claro está que ninguna de las dos tenía experiencia como domadora de seres mágicos, a quienes, antes incluso de acercarse, se los debe vencer, sellar sus habilidades, y luego, poco a poco, ir ganándose su confianza. O, al menos, su respeto. A veces, miedo.

Para ellos, la relación de hermandad era el algo que sólo los más expertos entre ellos podían alcanzar. Después de toda la instrucción en su modo de domar a aquellos seres que los servían, resultaba muy difícil considerarlos como iguales, como hermanos. O aceptar que tenían sus propios pensamientos y deseos. O incluso aceptar que pudieran querer marcharse.

Sólo entonces, sólo si estaban dispuestos a renunciar a ellos si esta era su voluntad, sólo si realmente los consideraban hermanos, tenían la posibilidad de que el sentimiento fuera recíproco.

Sin embargo, no sólo era difícil aceptar el riesgo sino cambiar de mentalidad, un cambio de mentalidad que no estaba libre de sufrimiento.

Ser un hermano, no sólo era aceptar que tu compañero estaba a tu mismo nivel, que podía decidir por sí mismo, que podía marcharse, que podías perderlo. Significaba también unirse a él emocionalmente, y asumir que tu actitud en el pasado podía haberle hecho daño. Significaba aceptar su resentimiento, y una culpabilidad no siempre fácil de asumir.

Pocos estaban dispuestos a dar ese paso, al menos no con quien habían domado antes, a pesar de que sólo entonces su hermano podía desarrollar todo su potencial y convertirse en un compañero leal, en lugar de sólo una herramienta.

Regreso a Jorgaldur Tomo II: la arquera druidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora