5. Voy perdiendo parte mi ser

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OLIVA

Conocí a Federico muchos años atrás, cuando era mucho más pequeña y salía a jugar. Para no tener que volver a casa y que mis padres me dijeran que ya era hora de ducharme, cenar y acostarme, me pasaba por la cafetería cuando estaba sedienta y siempre caía algún dulce. Con eso también me ahorraba ir a por la merienda y así no me arriesgaba a tener que cuidar de mis hermanos.

Años después, me cambiaron de clase, yo no estaba cómoda con mi grupo y fui a parar a la clase de Tristán y Héctor. Eran tan iguales y diferentes a la vez. Buscaba cualquier excusa para llamar la atención de ambos. Yo era bastante trasto por aquel entonces, pero mis notas no eran malas, aunque tampoco boyantes.

Tristán me consolaba diciéndome que a él tampoco se le daban bien ciertas asignaturas. Héctor me ofrecía estudiar con él. Y yo el primer día que me propuso quedar en su casa con dicha misión me puse mi falda más bonita y me hice una trenza de espiga que me llevo cuatro intentos fallidos hasta que estuve orgullosa del resultado. Le robé un poco de perfume a mi madre y toqué el timbre de la casa de los gemelos.

Supe que era Tristán en cuanto lo vi, ya que media mucho menos sus reacciones para conmigo. A mí me gustaba gustar, me importaba demasiado en esa sonada edad del pavo. Federico vigilaba con silencio el desarrollo de nuestras tareas y la gran habilidad que tenía Héctor para conseguir nuestra atención y explicarnos todos los conceptos y ejercicios con tanta templanza. Quería que pensara que era muy inteligente. Me había fijado en los libros que siempre llevaba a clase y había pasado varias tardes en la biblioteca buscándolos y hasta llevándomelos a casa. Algunos estaban en inglés y no me interesaban lo más mínimo, pero mi interés por él era tan desmesurado, que empecé unas clases particulares en el barrio.

Mis padres se sorprendieron con la mejora notable de mis calificaciones y con la constancia con la que me sentaba delante de los libros a estudiar durante horas. De hecho, me había ofrecido a trabajar unas horas cuidando de los hijos de la vecina del tercero para poder apuntarme a más horas en la academia de idiomas.

Para mí era como descubrir un idioma en el que solo nos pudiéramos entender Héctor y yo, aunque Tristán estuviera delante, que el pobre era nulo para los idiomas.

Empezamos a quedar, con la excusa de practicar el inglés, porque yo era incapaz de admitir que me bebía los vientos por él.

Federico me recibía con una merienda riquísima varias tardes a la semana y Héctor había empezado a cuadrar las horas para que coincidieran con los entrenamientos de Tristán y que así él no se sintiera tan aislado al no comprendernos.

Él me corregía, a mí me daba rabia y me apuntaba títulos de canciones en el brazo que yo tardaba menos de un día en encontrar y cuyo significado me gustaba analizar imaginando que alguno de los sentimientos que mencionaban las canciones los albergaba él por mí.

Federico tenía un tocadiscos y a mí me gustaba que lo pusiera en marcha durante los ratos de estudio, luego disfrutaba en grande cuando me sacaba a bailar. Mi padre no era muy cariñoso o simplemente, no podía dividirse cuanto quisiera entre los cinco hijos, así que, con él reía cada tarde, yo me apuntaba cada día una receta nueva que él me dictaba con paciencia y cariño y me daba en una fiambrera el resultado para que lo probara.

Verlo sentado con la mirada perdida, me rompía un poco por dentro. Lo quería mucho, cuando mis padres decidieron irse de las islas e irse a vivir a Valencia llevándose consigo a todos mis hermanos, yo ya tenía una pequeña independencia económica y decidí quedarme. Mi historial académico me daba cierto respaldo a la hora de poder dar clases particulares durante el verano y además me ofrecía como guía turístico, sacándome cierto dinero extra.

DE ALGUNA MANERADonde viven las historias. Descúbrelo ahora