Cap 14: el faro

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Las costas de Italia, definitivamente uno de los lugares más preciosos por los que los ojos de Cloe habían tenido el privilegio de viajar. El crucero había arribado pasado el mediodía, y ahora los pies de la muchacha se hundían en la arena de la playa a paso lento, cuidándose de no caer ya que sus pupilas distraídas no podían dejar de contemplar absortas todo el lugar. Percibía plácidamente la forma en que los murmullos de los transeúntes a la distancia se volvían casi imperceptibles gracias al vaivén del mar que llegaba como una melodía a apaciguar cualquier ánimo, hasta el de ella, arañado en sutiles matices de inquietud.

El paisaje a su derecha dejaba ver un sol refulgente allí sobre sus cabezas, la arena blanquecina y fina se fusionaba con el color turquesa claro de las aguas, esas aguas que en un efecto degradé terminaban por tomar una tonalidad negruzca a la distancia más allá de lo que le permitían ver sus sensibles ojos. A su izquierda, se desparramaban grandes extensiones de tierra que a manera de colinas verduzcas cargaban con una vasta extensión de casas, locales y restaurantes que adornaban todo el espacio con sus múltiples colores a base de tonalidades pastel. Cloe divisaba en las alturas cómo sus terrazas y balcones dejaban a la vista rústicos mesones cada uno con su respectiva sombrilla, haciéndole preguntarse cómo sería estar allí a esas alturas contemplando durante la noche la inmensidad oceánica frente a sus ojos, y con el refulgir las luces del balcón opacando a ratos su vértigo.

Las familias se decidieron por tomar posición en un extremo de la playa donde el pulular de la gente no era frecuente y en el cual la brisa marina en conjunto con los rayos de sol propiciaban una temperatura equilibrada. Esta vez el panorama sería distinto, los progenitores habían optado por preparar un picnic y pasar la tarde allí disfrutando de la quietud de ese espacio conmovedor, de todas formas el crucero mantendría su estancia en Italia por ese día y el siguiente, así que tendrían tiempo de sobra para conocer esa otra parte de la costa que cargaba con excéntricos restoranes y quizá cuánta cosa fútil más, pensaba Cloe.

Los ojos de la chica atisbaron a la distancia la existencia de un faro sobre una pequeña loma que se encontraba a un par de kilómetros desde la orilla rocosa; le gustaban los faros, ese aire de lejanía solitaria que transmitían, esa sensación reconfortante que le adormecía el pecho cuando percibía en ese objeto inerte un aire de resignación: la de ser barrido por el oleaje a cada momento, a la suerte del caos o la tormenta y aun así tener que mantenerse erguido e iluminar el camino de paseantes desconocidos, ignorantes del peso que cae sobre esa luz que les ilumina. Lo cierto es que al menos el cuadro del que era parte menguaba a medias la extraña congoja que le apresaba.

Con su vestido holgado, translúcido, y de un tinte crema que le llegaba poco más abajo de la rodilla, la chica mantenía su cuerpo lacio. Con sus piernas cruzadas y sus brazos caídos entre ellas, como sin fuerzas y con la mirada perdida, yacía envuelta de un aire distante y reflexivo; mientras que de cuando en cuando, miraba a la distancia, a ese chico que recién salido del agua ahora jugaba al voleibol con su madre; las pequeñas gotas de agua otorgaban a su cabello un color más oscuro de lo normal, y a la vez, una luminosidad extrema a causa de la condensación; chorreando el aguacero por todo su cuerpo, propiciaba que su short de baño se impregnase en su piel, intensificando la línea de su delgada silueta.

No hablaban desde hace poco más de tres días luego de aquel "incidente" fuera de la habitación de su familia. Ella había optado por mantener las distancias y él, que captó al primer momento sus egoístas pretensiones, a diferencia de otras veces, no insistió, manteniéndose también lejos y dirigiéndose a ella solo en el saludo matutino o meramente para cuestiones prácticas y específicas. Y si bien Cloe lo agradecía, debía admitir que algo muy dentro de ella se removía inquieto, un tanto desesperado y otro tanto decepcionado.

A medida que pasaban los días lo sentía con más intensidad, como si la desesperación aumentara en tamaño, generando en ella esa molestosa tendencia a mirarle a cada rato, a no poder evitar pegar sus ojos en él cuando estaba cerca o a buscarle con los mismos cuando no le encontraba, claro que era precavida, hasta el momento no había tenido la mala fortuna de ser descubierta, así que suponía que a ojos del muchacho, ella debía hacer por completo caso omiso de él y de su presencia. Sin embargo, eso no la dejaba tranquila, le costaba entender y soportar esas ganas irracionales que tenía de mirarle e incluso llamar una que otra vez su atención para por lo menos, durante unos pocos segundos, percibir su mirada en ella.

Extraños en el océano - Timothée Chalamet ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora