7. El mal se trocará en bien

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Olivia

Fue un fin de semana maravilloso, como hacía muchos años que no pasábamos. Mi suegro era el hombre más feliz del mundo con una lata de cerveza, la emisora deportiva a todo volumen y un poco de sol. Solía llevar la camisa a medio abrir durante el verano, un sombrero de paja y un bastón al que a él no le hacía mucho caso.

Estaba ilusionada con la idea de que hubiera disfrutado tanto y esperanzada creyendo que el recuerdo lo acompañaría hasta programar una futura visita.

Caí rendida la primera noche en cuento anocheció. Le habíamos preparado una habitación en la planta baja y yo había estrenado el intercomunicador para tenerlo para cuando el bebé tuviera ya unos meses y durmiera en su propia habitación.

Le había dicho a Tristán que lo había comprado esa semana para así estar más tranquilos. Él había sonreído con gratitud y había besado las palmas de mis manos.

Empezaba a fiarme de él de nuevo. Me había dolido que no hubiera contado conmigo cuando su hermano murió. No entendía cuál era la finalidad de tanto secretismo. Habíamos acordado que no se lo diríamos a su padre. Sin embargo, merecía un funeral en condiciones.

No, mejor, merecía que lo hubieran incinerado, como a él le hubiera gustado y lleváramos sus cenizas al acantilado más bonito del mundo para que pudiera fusionarse con las alturas que no temía y el mar que tanto amaba.

Me planteé que quizá no era tan mala idea hacer ese viaje. Me aterrorizaba, ya no el viaje en sí. Si no que, ahora sí que sí, no podría cruzarme con él en ningún aeropuerto, ni esperar que gritara mi nombre, ni gritar el suyo. No podría darme la mano antes de aterrizar, ni antes de despegar. No podría ver sus ojos y el cielo al mismo tiempo. Subir en un avión no tenía mucho sentido si el destino no eran sus brazos. Imaginé que tal vez y solo tal vez, al estar en esas condenadas alturas que tanto pavor me daban, podría estar un poco más cerca de él, porque, aunque no lo viera, seguía ahí conmigo, sabía que seguía ahí.

En esas alturas, mezclándome entre las nubes tal vez podría ver su rostro en una gran masa blanca de algodón porque era una obviedad que, de existir el infierno, él no estaba ahí.

Durante varias noches me había preguntado qué habría después de la muerte, ¿habría algo realmente? Dios sabía que yo no era creyente, que yo me agarraba a la ciencia como un clavo ardiendo y me parecía incompatible con cualquier otra creencia. No me iba a culpar por haberle preguntado a todos los dioses que encontré en los libros si podría volver a verlo algún día. Había rezado, había orado, había leído, había buscado cualquier posibilidad de que un día me lo cruzara por la calle, en otro cuerpo mismamente y me sonriera y yo, sin necesidad de más, saber que era él.

Estaba enfadada con el mundo. Ya no sabía si por lo joven que se había marchado, si porque yo no había hecho lo que quería haber hecho con él en vida, si porque a Tristán no le había dado tiempo a disfrutar de la reconciliación con él o porque no paraba de pensar en Federico, ahora que iba a ser madre, porque ningún padre debería enterrar a un hijo.

Él no había dejado de llamar Héctor a Tristán. Al principio me ardía el pecho, pero luego solo sentía la calidez de la cercanía de los cuerpos. Como si se diera vueltas por la casa, como si también jugara con nosotros al cinquillo o al mus. Federico seguía sin perder ninguna partida y a mí me gustaba que ejercitara la mente conmigo. A veces poníamos alguna emisora aleatoriamente y sonaban las canciones que había bailado con mis mejores faldas frente a Héctor, a veces Tristán hacía algo que me recordaba a él, como colocarse las gafas repetitivamente sobre el puente de la nariz o la manera de atarse los cordones de los zapatos.

Federico había vuelto a su casa porque en cierta medida era necesario respetarle una rutina y hacer el cambio poco a poco. Nos planteábamos llevarlo al centro de día del pueblo. Tenía muy buenas referencias y habría un equipo de profesionales en todo momento con él. Además, estaría rodeado de algunos amigos y eso podría aportarle cierta vitalidad.

DE ALGUNA MANERADonde viven las historias. Descúbrelo ahora