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LOS DRAGOS MILENARIOS SIEMPRE BALANCEAN A LOS NIÑOS MALITOS

Desembarqué del avión y me di cuenta de que ninguno de aquellos rostros volvería a serme familiar. Los observé como quien se despide de posibles experiencias perdidas. La busqué a ella, ansioso por que realmente existiera, pero no estaba.

A la salida del aeropuerto, al lado de la carretera, vi mi nombre en un cartel donde también aparecían las palabras GRAND HOTEL.

Lo sujetaba un chaval de unos diez años que estaba al lado de un descapotable amarillo en cuyos asientos traseros había un perro. Aquella imagen era la más absurda que había visto en tiempo, entre lúgubre y fresca.

Al ver que me acercaba a su letrero me abrazó. Olía a playa y a bronceador.

Se sentó en el asiento del conductor. Yo en el del copiloto, el perro me olió, me di cuenta de que le faltaba un trozo de oreja. El niño puso en marcha el coche. Dos calles más tarde, al encarar una especie de autopista, aceleró hasta los 180 kilómetros por hora.

Encendió la radio y sonó «Tu vuò fà lamericano» a todo volumen. Sentí que aquella casualidad podía significar algo; la misma canción a mi marcha y a mi llegada. Dediqué sólo dos segundos a buscar el sentido, pero sucumbí, no tenía tiempo para descubrirlo.

El niño siguió acelerando. Iba al ritmo de «Tu vuò fà». Si la música centelleaba, él apretaba el acelerador.

Su bronceado era perfecto. No sabía si era un paciente, el familiar de un médico o alguien de la organización. Los bronceados perfectos pueden ocultar

cualquier enfermedad, por mortal que sea.

De repente llegamos a un puerto, el chico aparcó el coche sobre un pequeño trasbordador y vi que nos dirigíamos hacia otra isla. Me sorprendió, pensaba que aquel primer lugar era ya nuestro destino.

Él siguió con la música y el motor encendido durante todo el trayecto, que duró unos catorce minutos, y parecía que fuera a acelerar en cualquier momento.

El nuestro era el único coche en aquel barco.

El hombre que lo pilotaba estaba lejos de nosotros, como temeroso de que le pudiéramos contagiar algo. El niño de vez en cuando le miraba desafiante y el perro le lanzaba cortos ladridos. Su pavor me recordaba al del mensajero del hospital. Era la segunda casualidad, pero no le di mucha importancia. Tan sólo deseaba llegar a mi destino.

Atracamos en esa segunda isla. Era mucho más bella que la anterior, tenía una luz cautivadora. Él volvió a acelerar, su conducción seguía siendo idéntica.

—¿Vamos lejos? —pregunté, pues necesitaba saberlo.

Aquella carretera estaba flanqueada por dunas que parecía que ardían bajo un intenso sol. Detrás de ellas, el mar.

—Lejos, cerca. Qué importa —me respondió el niño.

Reía tras cada frase y su sonrisa era de ardilla. Los dos dientes delanteros medio partidos le daban un aspecto inofensivo.

—¿Te estás muriendo? —Decidí ser directo.

Su conducción pareció frenarse pero en lugar de eso aceleró.

—Sí..., pero con clase, como ves —me replicó.

El mundo azul ama tu caos-Albert espinosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora