Aquel hombre seguía escribiendo en su libro de páginas color arena y tapa de cuero raído por los años, incansablemente.
Después de la tragedia, había encontrado un doloroso placer en aquello que le traía recuerdos agridulces, algo que había despertado en él el más perverso de los resentimientos y el más puro odio: contar estrellas. Cada noche, el hombre subía exangüe la empinada colina que se encontraba detrás de lo que antes solía ser su hogar, que había pasado a ser tan solo un cascarón vacío, con el olor de los recuerdos impregnado en él. Justo al inicio del frondoso e indomable bosque, se sentaba en un viejo escritorio abandonado y empezaba a contar. Desde las más chicas, las que refulgían con intensidad, pero terminaban consumiéndose tan rápido como agotaban sus fuerzas, aquellas que comenzaban a desaparecer con un débil parpadeo, incluso esas que ya no se veían, pero él sabía que estaban ahí.
Una noche, una joven decidió acompañarlo. Habían pasado solamente un par de semanas desde que había llegado al pueblo, en una tarde fresca primaveral, cuando todavía las flores se negaban a levantar su cabeza y abrir sus pétalos, todavía amodorradas. Sin embargo, se había dado la maravillosa casualidad de que uno de los días siguientes, la joven había encontrado a aquel hombre de camino a la colina y, curiosa como un potrillo que recién se ha levantado de la hierba y da sus primeros tropiezos, decidió seguirlo.
Rápidamente se halló ante la situación que menos había esperado: El hombre, con una melancolía propia de quien ha perdido todo y camina por un patíbulo, se sentó en un escritorio que tenía una insondable cantidad de cicatrices y raspones y, agónicamente, comenzó a hacer una serie de movimientos que, debido a la repetición, se habían vuelto casi totalmente mecánicos. Momentáneamente, el hombre subía la cabeza, observaba el firmamento con detenimiento y volvía a bajar su atención al conjunto de páginas frágiles y desteñidas que se mantenían unidas por un desdichado trozo cobrizo de cuero raído, en donde volvía a escribir.
Así fueron pasando los días, la chica se acercaba al hombre cada vez más, hasta que, una noche blanca e invernal, se sentó en el suelo, tan cerca del escritorio que podría tocarlo con tan solo levantar un poco los dedos de la mano y acercarse ínfimamente.
Evidentemente, el hombre se hizo muchas preguntas durante ese periodo de tiempo. ¿Por qué perdería el tiempo aquella joven extranjera en alguien tan desdichado como él?, ¿En qué, Dios no lo quiera, se había equivocado ahora?, ¿Secretamente se estaba riendo de sus desdichas, acaso? No tenía forma de saberlo. Así, sin más, se concentró en realizar su castigo autoimpuesto.
El tiempo, caprichoso y egoísta, siguió transcurriendo imperturbable sobre ambas personas, no los perdonaba. Ambos fueron curándose entre ellos: El hombre se descubrió riendo y mirando dulcemente a aquella niña, encontró sorprendido color entre grises, vida entre el dolor. La chica, que había escapado de una casa llena de gritos, maltratos y frustración, encontró un lugar al que finalmente pudo llamar hogar, finalmente pudo sentir algo cálido en su pecho, que la llenaba de regocijo.
Así, el hombre se decidió: En agradecimiento por todos los días, memorias y recuerdos que compartieron e hicieron juntos, las sonrisas y las miradas que se regalaron, por finalmente tener la oportunidad de llamar a alguien familia, se prometió a sí mismo y a la pequeña que sentía como su hija perdida: De ahora en adelante, aunque los continentes se separen y las tormentas los hundan, aunque la enfermedad lo trastorne y lo agote, aunque esté a punto de dar su último suspiro, él iba a dedicar su vida a aquella niña, iba a enseñarle con cariño, cuidado y paciencia sobre aquello que fue su tormento y se volvió un acicate: Sus viejas amigas, las estrellas.

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El Contador De Estrellas
Short StoryÉl está roto. Ella es curiosa. El cuenta estrellas. Ella lo mira contarlas. Maravillosa portada hecha por: Abbc_29