El Quincho

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Una de las tantas tardes que visité al papá de Ignacio mientras él y su mamá estaban en lo de la tía, o en algún otro lugar (años después iba a saber que se estaban separando, por eso no pasaban casi tiempo juntos más de lo que fingían frente a nosotros, aunque al final no llegaron a hacerlo porque Leo murió) me llevé una gran sorpresa. Teníamos un método bastante simple para vernos: Leo llamaba por teléfono a casa, si atendía alguien más cortaba. Entonces volvía a llamar a los dos o tres minutos -yo ya sabía que era él- y saltaba sobre el teléfono. Sólo por precaución decía:
-Hola, habla el padre de Ignacio.
Ahí le confirmaba que estaba todo bien, arreglábamos y en un rato salía para verlo.
Así hicimos una tarde como otras, sólo que al llegar me encontré con Leonardo -así se llamaba- y con dos de sus amigos. Era chico pero no era boludo, me di cuenta de cómo venía la mano y quise irme, pero él me dijo que me quedara tranquilo, que estaba todo bien y que si quería les pedía que se fueran. Me hizo sentir un poco culpable y le dije que no los echara, así que volvimos para el quincho y me senté ahí con los tres; me empezaron a preguntar boludeces, de la escuela creo. Leo se me acercó y me dijo al oído:
-No tenemos mucho tiempo, ellos quieren mirar nada más.
Le dije que me daba vergüenza y me propuso vendarme los ojos, acepté. Hizo una seña -poco sutil- a sus amigos y salieron un momento excusando algún pretexto. Leo me tapó los ojos con un pañuelo y cuando se aseguró de que no veía nada me la puso en la boca, ahí parado al lado mío. Me puse a chuparla y al rato me frenó.
-Vení -dijo, y agarrándome de la mano me llevó hasta una colchoneta que ya habíamos usado alguna vez. El se sentó apoyando la espalda contra la pared y yo, en cuatro y con los ojos vendados, seguí mamándosela, mientras Leo me acariciaba el culo y me sacaba el pantalón y el calzoncillo. Me agarró de las muñecas y apretó mis manos contra la colchoneta.
-Seguí -me dijo.
Entonces otras manos me agarraron los cachetes, después entró un dedo en mi agujero y más tarde una lengua, mientras otro me acariciaba la espalda. Sentí una chota apoyada en mi culo como hasta ese momento sólo había sentido la de Leonardo, que empezó a empujar hasta que estuvo adentro mío, yo seguí chupando obediente. Me cogió por un rato y la sacó, sin acabar; otra pija se metió en mi cola y Leo me llevó la cabeza hacia un costado; la del que me había estado culeando entró en mi boca y me puse a hacer lo mío, estaba re caliente. Después el otro también la sacó y sentí a Leonardo dentro mío, las pijas de sus amigos se iban turnando un rato cada una en mi boca. Uno de ellos acabó y por primera vez me tomé una leche que no era la de Leo, seguí chupando la otra mientras mi culo se dilataba al entrar y salir de esa verga dura y venosa que conocía de memoria, hasta que acabó también llenándome el culo. Entonces me empezó a coger el que quedaba, y al rato otra pija en mi boca -ya no sabía de quién era- y al rato más leche en mi cola; así se fueron alternando los tres varias veces mientras yo, con mis dieciséis años y los ojos vendados, gemía sin parar en el quincho de Ignacio, en donde tantas veces nos habíamos juntado con los chicos a hacer nuestros primeros asados y tomar nuestras primeras cervezas, hablando de minas que no nos habíamos cogido nunca y que, en la mayoría de los casos, no nos íbamos a coger.

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