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Allí me encontraba, alargando el brazo lentamente y sin vacilación alguna, para tocar a la maciza puerta con los nudillos. Cuando lo hice, oí sus pasos aproximarse desde el otro lado. Esperé un breve instante. La puerta se abrió, dejando el espacio preciso para escabullirme entre las sombras de la casa.

Nadie dijo nada -el tiempo de las palabras quedaba ya lejano- puesto que el único lenguaje era el deseo que emanaba de nuestros cuerpos. Se acercó lentamente y, cuando la distancia fue de apenas unos centímetros, extendió su brazo, cerrando la puerta tras de mí. Aprovechó el gesto para dejar la extremidad en esta posición y recargar su peso en ella, acorralándome. Amaba este juego expectante.

Nuestras pupilas se encontraron un breve instante, antes de que lo hicieran nuestros labios, causándome un leve estremecimiento. Coloqué mis manos alrededor de su cuello, a la vez que las lenguas iniciaron una frenética danza. Tras darse cuenta de mi movimiento, posó su mano libre en mi cintura. Hasta ese momento, no había reparado en lo mucho que había extrañado su tacto, su sabor, su aroma... Anhelaba su cuerpo.

Sin saber cómo, nos habíamos trasladado a la alcoba. Las prendas habían caído, olvidadas a falta de servicio; la desnudez era inocultable. De pie en el centro de la estancia, nos fundíamos en un beso impetuoso. Mordió mi labio inferior y separó nuestras bocas. Jadeamos. Se posicionó detrás de mí, besando suavemente mi cuello y hombros. Seguidamente, se dispuso a hacer lo mismo en mi espalda, mientras que con los dedos acariciaba el contorno de mi figura.

Sus manos empezaron a subir peligrosamente por el interior de mis muslos, así que posé las mías sobre la suyas, indicando que parase. Su toque no resultaba desapacible, sinó todo lo contrario; era extático, pero ya le había cedido el control por demasiado tiempo.

Nos dirigimos a la cama, donde se tendió, para colocarme a horcajadas encima suyo. Acaricié con los labios su mandíbula; el lóbulo de su oreja izquierda, mientras que de mí escapaba un leve gemido al tacto de sus manos recorriendo mis caderas; surqué por el delicado cuello hasta llegar al pecho, donde me recreé. Seguí bajando... Hasta que estuve entre sus piernas.

Tejí por sus muslos una senda de besos, subiendo de nuevo hasta el pubis, para terminar en la zona más erógena. Al principio lamí y acaricié lentamente. Sin embargo, al cabo de poco tiempo me rogaba por más, por lo que aumenté el ritmo. Con la respiración entrecortada demandaba tocarme, pero en lugar de eso incrementé la intensidad, proporcionándole la llegada al clímax.

Su pecho subía y bajaba a toda velocidad, pero yo todavía no había tenido suficiente. Me incorporé y volví a la cama para arrodillarme sobre ella. Mi mano se hundió entre mis piernas, bajo su ávida mirada. Se acercó, extendiendo su mano, deseando rozar mi ardiente piel. La rechacé, relegando su posición a la de un mero espectador. Finalmente, alcancé el codiciado culmen.

No quedarme y no pedir que lo hiciese era parte de nuestro intrínseco trato. Nos vestimos sin mirarnos ni decir palabra alguna; el cuerpo ya había hablado suficiente. Dejé la habitación y caminé por el pasillo. Nadie me acompañó a la salida. Crucé el umbral de la puerta, cerrándola a mi paso. Sabíamos que volvería, siempre lo hacía. 

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