Primera parte: Abriendo la tierra (1)

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¡Clonk! El pico golpeó en la pared de tierra, echó chispas al pegar contra unescondido canto de sílex, atravesó la capa de arcilla y se detuvo en seco.

—¡Puede que lo hayamos encontrado, Will!

El doctor Burrows avanzó a gatas por la pendiente del túnel. Sudoroso y jadeando en aquel reducido espacio, empezó a excavar la tierra febrilmente, empañando el aire estancado con su aliento. A la luz de las lámparas de sus cascos con cada paletada de tierra conseguía ver un poco más del viejo encofrado de madera que había detrás,dejar al descubierto la astillada superficie y el veteado bajo la capa de pez.

—Pásame la palanca.

Will hurgó en la cartera, encontró la pequeña y gruesa herramienta de color azul,y se la entregó a su padre, que no apartaba la vista del revestimiento de madera quetenía ante él. El doctor Burrows introdujo con fuerza el extremo plano de la barra porentre dos tablas y soltó un gruñido cuando volcó sobre ella todo su peso para hundirla y conseguir punto de apoyo. Después empezó a mover la palanca hacia uno y otro lado. Las tablas crujieron contra sus engarces y se combaron hasta saltar conun chasquido que resonó en todo el túnel. Will retrocedió un poco cuando llegó hasta él una bocanada de aire cálido y húmedo del inquietante agujero que había abierto su padre.

Sin pérdida de tiempo, arrancaron otras dos tablas y dejaron a la vista unaabertura por la que cabía un hombro. Guardaron silencio. Se miraron e

intercambiaron una breve sonrisa de complicidad. Sus caras, iluminadas por las luce de sus respectivos cascos, se veían manchadas como si se hubieran puesto pinturas de guerra.

Volvieron a prestar atención al agujero, y se quedaron mirando con sorpresa las motas de polvo que parecían minúsculos diamantes que flotaban en el aire, formando en la negra abertura desconocidas constelaciones.

Con cautela, el doctor Burrows se asomó por el boquete, mientras Will se pegaba a su lado intentando atisbar algo. Los haces de luz de las lamparillas de sus cascos se internaron en el abismo e iluminaron una pared curva forrada de azulejos. Los rayos de luz, penetrando aún más allá, recorrieron viejos carteles cuyos bordes despegados de la pared se rizaban suavemente como zarcillos de algas que se adhieren al fondo del océano para resistir las poderosas corrientes. Will levantó un poco la cabeza, buscando algo a lo lejos con la vista y finalmente distinguió el borde de una señal esmaltada. El padre siguió la mirada del hijo hasta que los dos rayos de luz enfocaron el nombre:

—¡Highfield & Crossly North! ¡Es esto, Will! ¡Lo hemos encontrado! —Su voz emocionada retumbó en los confines húmedos y fríos de la estación de metro abandonada. Notaron en el rostro una leve corriente que recorría el andén y las vías, y que parecía provocada por algo que hubiera despertado aterrorizado ante la intrusión en aquella catacumba cerrada y olvidada durante tantos años.

Will pateó con fuerza los tablones que había en la base de la abertura, que desprendieron una lluvia de astillas y trozos de madera podrida, hasta que de repente las tablas cedieron. Pasó como pudo por el hueco, sin soltar la pala. Su padre lo siguió inmediatamente, y los pies de ambos hicieron crujir la sólida superficie del andén. Sus pasos retumbaban, y las lamparillas de sus cascos les iban abriendo un camino de luz en medio de la oscuridad.

Del techo colgaban montones de telarañas, y el doctor Burrows tuvo que soplar para quitarse una que le había cubierto la cara. Al mover la cabeza, el frontal de su casco iluminó a su hijo, que ofrecía una extraña estampa con la mata de pelo blanco, como paja decolorada por el sol, que sobresalía por debajo del casco lleno de abolladuras. Cuando parpadeaba en la oscuridad, el entusiasmo se reflejaba en el azul claro de sus ojos. La ropa de Will tenía el mismo color y textura que la arcilla. De cuello para abajo estaba tan lleno de barro que daba la impresión de que se trataba de una escultura a la que por un milagro se le hubiera infundido vida.

Su padre, el doctor Burrows, era un hombre delgado, del que no se podía decir que fuera ni alto ni bajo. Tenía la cara redonda, con unos penetrantes ojos castaños cuya mirada hacían más intensa aún los gruesos vidrios de sus gafas con montura dorada.

—¡Mira, Will, mira eso! —dijo iluminando con la lamparilla una señal que se encontraba encima de la abertura por la que acababan de pasar.

«SALIDA», se leía en grandes letras de color negro. Encendieron las linternas demano, y sus haces de luz, combinados con los menos potentes de las lámparas de los cascos, atravesaron la oscuridad revelando la longitud total del andén. Colgaban del techo, y las paredes estaban cubiertas de vegetación y había manchas verticales de cal sedimentada bajo las grietas por las que se había filtrado la humedad. Desde algún lugar distante, se oía correr agua.

—Menudo descubrimiento, ¿no te parece? —dijo su padre como felicitándose a sí mismo—. Piensa que nadie ha puesto los pies aquí abajo desde que se construyó en 1895 la nueva línea de Highfield.

Habían llegado al final del andén, y el doctor Burrows enfocaba en aquel momento la linterna hacia la boca del túnel del tren, que tenía al lado. Estaba tapada por un montón de escombros y tierra.

—Estará igual al otro lado... Sellarían ambas bocas —dijo. Mientras caminaban por el andén, mirando los muros, podían distinguir azulejos de color crema agrietados. Cada tres metros aproximadamente había una lámpara de gas, y algunas conservaban incluso las pantallas de cristal.

—¡Papá, papá, mira aquí! —gritó Will—. ¿Has visto estos carteles? Aún se pueden leer. Parece que éste anuncia terrenos o algo así... Este otro está bien: «El Circo Wilkinson... instalado en los prados comunales... 10 de febrero de 1895». Y hay una foto —dijo sin aliento a su padre, que se había acercado a él. El cartel había quedado a salvo del agua, y podían distinguirse los colores crudos de la lona roja, y enfrente de ella, de pie, un hombre de azul y con sombrero de copa—. ¡Y mira éste! —añadió Will—. «¿Demasiado gordo? ¡Ya no, con las píldoras de la esbeltez del doctor Gordon!» —El grueso trazo del dibujo mostraba a un hombre corpulento, con barba, que sostenía un pequeño tarro.

Siguieron caminando, bordeando una montaña de escombros que se derramaba por el andén desde uno de los corredores.

—Por ahí seguro que se pasaba al otro andén —le explicó el doctor Burrows a su hijo.

Se pararon a contemplar un banco de hierro fundido de estilo recargado.

—Nos quedaría bien en el jardín. Bastaría con lijarlo un poco y darle unas manos de pintura —murmuró el doctor mientras la linterna de Will alumbraba una puerta de madera oscura oculta en las sombras.

—Papá, ¿no había en tu plano una oficina o algo parecido? —preguntó, mirando la puerta.

—¿Una oficina? —repitió su padre buscando en los bolsillos hasta encontrar el papel que buscaba—. Déjame que eche un vistazo.

Will no esperó y empujó la puerta, que estaba atrancada. Olvidándose del plano,el doctor Burrows acudió en ayuda de su hijo, y trataron entre los dos de abrir la puerta empujando. Se combaba mucho, pero cedió bruscamente al tercer intento. Los dos cayeron al suelo, en el interior de la oficina, cubiertos por un montón de barro que les había caído encima de la cabeza y los hombros. Tosiendo, frotándose los ojos para quitarse el polvo, se abrieron camino entre cortinas de telarañas.

—¡Vaya! —exclamó Will en voz baja. En el centro de la pequeña oficina, podían distinguir un escritorio y una silla cubiertos de polvo. Con cuidado, el chico pasó por detrás de la silla y con la mano enguantada retiró la capa de telarañas de la pared para dejar al descubierto un plano grande y descolorido de la red del metro.

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