Hay pocas cosas que son imposibles de olvidar en la vida, la felicidad es una de ellas, pero no cualquier felicidad, si no esa que es plena, que te llena de un placer que nada tiene que envidiarle a un orgasmo, esa felicidad que cubre desde la punta de tus cabellos hasta la punta del dedo gordo del pié.
Cuando sentí aquello? Tenía yo 15 años, quizás menos, no recuerdo. Estábamos a mediados de los 70, en esos años donde aún la naturaleza lograba igualar a la ciudad. Yo vivía en un pueblo no muy grande, que años después fue consumido junto con todas sus zonas rurales por la gran ciudad.
Era una fría tarde de otoño, el olor a tierra húmeda adornaba un paisaje de árboles cuyas hojas secas eran aventadas al cielo por el viento, muy hermoso y muy tranquilo. Me senté en una banca llamado por los paisajes que mis ojos anhelaban observar con tranquilidad. Pronto, un chico de no más de 18 años se sentó al lado mío, amablemente me ofreció un libro -cuyo título ya olvidé- para que lo acompañara en su lectura. Su tez era pálida, su sonrisa de blancos y perfectos dientes no me permitió rechazar aquél libro. Las ondas claras de su cabello se movían a merced del viento junto con su bufanda, que si mal no recuerdo, era de un tono café claro, como sus ojos. Leímos en un cálido silencio, hombro contra hombro, podía sentir el calor que emanaba, me sentía embriagado por el aroma que este desconocido traía consigo. Que momento más delicioso y perfecto.
Se levantó y me ofreció dar una vuelta, me extendió su mano para ayudar a levantarme, pero en vez de soltarla, la apoyó en su brazo, haciéndonos caminar juntos. No hablamos mucho, pero el silencio era cómodo, y su calor el suficiente para evitar que sintiera una pizca de frío en todo el trayecto.
Cesó su constante y tranquilo caminar de forma abrupta, para soltarme y agacharse a ver algo. Me acerqué con curiosidad, pero antes de ver algo, sé levantó y al girar a verme me entregó una Violeta, probablemente la última que quedará de esta temporada, el otoño atacaba ya con mucha fuerza. La recibí sonrojado y con el corazón en la garganta latiendo a mil por hora. Rápidamente me aferré a su brazo, con el angustiante temor de que siguiera caminando si mi a su lado, de perder el contacto de su cuerpo con el mío que, a pesar de estar cubiertos por unas chalecas, se sentía extremadamente directo.
Me fue a dejar al mismo banco donde nos encontramos, y me preguntó si quería que nos volviésemos a ver, y antes de lograr responder, tomó mi rostro y con delicadeza posó sus labios sobre los míos, causándome un sin fin de sensaciones, un océano de emociones placenteras y bellas, que me hicieron olvidar por completo el temor de lo que dirá la gente al vernos así. Aún atontado por su beso, no vi en que momento desapareció, pero al darme cuenta de esto un vacío inundó mi pecho, un hueco; no quería dejarlo ir nunca más, y, sobre mi regazo, aún estaba allí el libro que con anterioridad había tenido el placer de recibir por parte de él.
Al día siguiente me vi sentado en la misma banca a la misma hora, anhelando que volviese a aparecer por ahí. No tuve que esperar mucho hasta que una mano tomó la mía, supe que era suya a pesar de estar a mis espaldas. Me levanté y me afirmé de su brazo como el día anterior, caminamos hasta el anochecer, hablando poco y observando mucho. Fue la primera vez que me dí cuenta de los colores de las hojas, de las plumas de las aves que caían de sus nidos vacíos ya que había pasado el verano, de como el sol se iba poniendo.
Me dejó en una esquina cerca de casa, y me dijo que vendría mañana por mí aquí a la misma hora de siempre. Así fue, al día siguiente llegó y caminamos hasta el bosque, y atravesamos el bosque hasta la quebrada. Ahí vimos juntos el atardecer y la puesta de sol. Me besó apasionadamente y yo me dejé hacer, cada vez que sentía el tacto de sus frías manos sobre mi cuerpo hirviendo era como si me derritiera. En ese lugar olvidado por la sociedad, entregué mi alma -no mi cuerpo- para amar a una sola persona.
Durante meses -no recuerdo cuantos- nos juntábamos todo los días a la misma hora y, a pesar de las dudas de mis progenitores respecto a que hacía, lograba huir a nuestro encuentro.
Un día, varios meses más tarde de la primera vez, no vino a nuestro encuentro. Fui a buscarlo al banco, a la esquina, al acantilado. Fui al día siguiente, y al siguiente, y no llegó. Nunca más lo volví a ver. Me dio tristeza, pues ya me había acostumbrado a sentirlo a mi lado, con su calor y sus caricias amorosas. Durante años no salí con nadie más, ni hombres ni mujeres.
Me hice grande y sin darme cuenta, me casé con una mujer la cual he olvidado, así como olvidé ya a mis hermanos y a quién fue mi hija. Lo único que sé, es que aún mi corazón late solamente por y para ese chico sin nombre que conocí una fría tarde de otoño.
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Aquella Fría Tarde de Otoño◇
RomanceUn relato no muy largo, pero que los dejará con cosas en el pecho. /-\