Los Malditos del 21

La recámara artística de mi madre. Evocaciones de cuarto nivel.

Voy a reconstruir algunas circunstancias de mi niñez. Básicamente voy a convertir el recuerdo que tengo de la habitación de mi madre en un museo de mi memoria. Lugar al que siempre tuve prohibido el acceso, pero que en algunos descuidos logré asaltar.

Un espacio alto, atiborrado de cortinas brillantes y con aspecto de felpa. Las paredes elevadas enterradas en un rojo tan oscuro como de primer orden. De orden religioso, de carácter místico.

Pienso en mi infancia dentro de tal espacialidad. Dentro de este lugar elegante y a la vez lúgubre. Observada por cada demonio que brotaba de las pinturas que adornaban las torres. Hoy entiendo que el valor del lugar era el de aguantar las instalaciones demoniacas suspendidas en cada muro.

Recuerdo en particular dos cuadros: el primero con los rostros de baja humanidad; de varias ancianas ofreciendo a un caprino una serie de recién nacidos que en sus rostros se iluminaba una sonrisa. Pintura que me acompañó en mi infancia visitando mis sueños. Ancianas que se revelaron en la oscuridad con su rostro pálido y con exceso de profundidades. Oscuras cavidades más que ojos, pieles amarillas claras. La otra pintura con un título en su zona baja: homúnculus.

Imaginaba esa habitación desde mi encierro. Cada noche que percibía asistentes ideaba mi rol y escribía, a continuación, soñaba. Nunca asistí a una iglesia, solo conocí sus fachadas. Siempre que me encontraba frente a una de estas mi imaginación fluía, se agrupaba con los recuerdos del arte adorado por mi madre. Circulaban imágenes de aquello que suponía se vivía allí adentro: un hombre en el centro del caos, acompañado de enormes coros, cantantes de raza oriental, pálidos, muy concentrados. El espacio colmado de hombres y mujeres, de ángeles erotizados por el momento y capturados por muchos caballos. El caos concedía que se confundiera la naturaleza animal y lo humano.

¡No concibo estar ahí!