Capítulo 63: Olimpo.

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No había que ser ningún lince para darse cuenta de que Alec estaba mal; el problema era que estaba tratando de ser hermético incluso conmigo. De normal, siempre que podía, me vacilaba, como si le gustara hacer piruetas sobre la cuerda floja que se suponía debía ser mi opinión sobre él: si había nacido adorándolo, crecido detestándolo y madurado adorándolo de nuevo, todo parecía apuntar a que podía volver a mi estado anterior, o seguir evolucionando, según se mirara, y volver a cogerle tirria otra vez. Así que él disfrutaba pinchándome, lanzándome pullas inofensivas que no me hacían ningún daño, pero que podían empujar de nuevo la rueda de nuestra relación que se había detenido de forma misteriosa una noche ruidosa de otoño.

Pero lo que estaba haciendo esos días era diferente. No eran piruetas sobre una cuerda floja que ya no existía (habíamos hecho demasiadas cosas como para que ésta no se cortara, y ahora nuestra relación era firme como un templo milenario), sino más bien saltos base en los que Alec abandonaba el avión con un único paracaídas, deseando que éste no se abriera para estamparse contra el suelo. De la misma manera que buscaba a los demás, también me buscaba a mí, aunque terminaba reculando en el último momento, cosa que no le sucedía con sus amigos.

Yo no estaba del todo segura de lo que le sucedía, aunque lo sospechaba. Lo conocía lo bastante bien como para saber lo importantes que eran sus amigos para él, y la necesidad que lo embargaba de sentirse reafirmado en un grupo cuya composición pronto iba a cambiar. No sé por qué, Alec tenía esa tendencia a sentirse secundario en todos lados excepto en su casa (y a veces ni siquiera allí), como si no fuera esencial en la felicidad de mucha gente y su ausencia fuera como una noche eterna cuando el sol se hubiera cansado de asomarse cada día por el horizonte. Por eso podía afectarle la marcha de Tommy y Scott, que a fin de cuentas eran piezas fundamentales en su círculo social, más de lo que a sus amigos: porque Alec, dijera lo que dijera, se comía la cabeza más que todos ellos juntos. Detrás de aquella fachada de indiferente diversión rayana en el pasotismo, se encontraba un chico que se angustiaba cuando sentía que sus amigos no estaban del todo cómodos con él.

Le afectaba que Scott y Tommy fueran a irse, y necesitaba decirlo en voz alta, pero yo sabía que no iba a hacerlo... por mí. Porque pensaba que necesitaba ser mi gladiador personal, el escudo gigante detrás del cual yo debería poder esconderme, la espada que me defendiera y el castillo que me protegiera de todas las invasiones, en lugar de mi compañero de viaje, la presencia a mi lado invitándome a comentar lo preciosas que estaban las estrellas en el cielo, la playa en la que bañarme tras un duro día abrasador.

Sabía que se lo iba a guardar dentro de él hasta que no pudiera ignorarlo más y terminara explotando como un volcán, pero lo que jamás pensé es que tendría tanto aguante. Yo le extendía una mano que le decía que podía contar conmigo, le acariciaba el brazo cuando me la cogía y le miraba a los ojos para que entendiera que tenía toda mi comprensión y mi apoyo, que no era una niña desvalida que necesitara protección total, y mucho menos de él. Pero no quería escucharme. Se limitaba a juguetear con mis dedos un momento, haciendo figuras en el aire que bien podrían pasar por sombras chinas en un teatro callejero, y después se alejaba de mí.

No se alejaba en sentido estricto: era muy capaz de estar pegado a mi cuerpo, pero en un hemisferio completamente distinto en términos espirituales. Y era allí donde se refugió cuando nos tumbamos en su cama. Su alma se separó de su cuerpo y dejó que sus instintos más primarios tomaran el control, y yo me entregué a él no porque no tuviera más remedio (sabía que podía pararlo cuando quisiera) sino porque me dolía que la única solución que encontraba a cómo se sentía era el sexo.

Había disfrutado como siempre disfrutaba con él, eso por descontado. Incluso cuando estaba ausente, Alec sabía cómo darme placer, y yo me había dejado hacer no sólo porque me apeteciera (aunque no era una prioridad para mí en ese momento), sino porque le notaba tan lejos que sabía que sólo se acercaría después de aquello, como un cachorrito maltratado que sólo te deja acariciarlo después de que le des muchas chuches. Me había resistido lo justo y necesario para asegurarme de que aquella era la única manera de recuperarlo, y cuando por fin acepté que ésa era la única salida, dejé que me poseyera y yo le poseí a él. Le besé larga y profundamente mientras se quitaba la ropa, acaricié con los dedos su vello púbico mientras se inclinaba a por un condón, y separé las piernas para recibirlo en mi interior, el único santuario en el que Alec se sentía a gusto, cómodo, protegido, y podía tolerarse a sí mismo.

B o m b ó n (Sabrae II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora