Claridad, pesadez y tiempo.

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Claridad, pesadez y tiempo se unen para crear un despojo.

Abro los ojos y solo veo oscuridad. No la oscuridad de la noche, tan bella y tan natural, sino la oscuridad de la cueva. Quiero salir de ella, y desde, quizás, un punto de vista platónico, volver a ver la luz. Ciertamente no estoy ciego; la cueva tiene iluminación. No la del día, tan revitalizante y tan cálida, sino la del fuego que tengo que encender todas las mañanas en mi cueva. Todavía no entiendo cómo distingo las mañanas si son todas iguales.

Levanto mi cuerpo, cada vez pesando una tonelada más. ¿Podré seguir aguantándolo o me quedaré en el frío suelo de la cueva? Esa pregunta la respondo todas las mañanas y la respuesta parece ser positiva. Pero mis pensamientos no dejan de atacarme y me gustaría prescindir de ellos.

Nunca entendí a aquellos usuarios del saber: el razonamiento es poder, pero yo solo lo veo como una carga, una carga que no deja de acumularse en tu memoria, haciéndote olvidar la nostalgia de juventud y convirtiéndose, a su vez, en la corrupción de la madurez. Desearle a alguien madurar es lo peor que puedes hacer.

Voy marcando los días que pasan; dicen que podré salir, que podré dejar de respirar este aire húmedo que me aprieta los pulmones y que podré dejar la pesadez que me corroe. Apunto las noches que pasan en la pared, una marca detrás de la otra, pero siempre llega esa mañana y se borran por la humedad de la cueva. Nuevamente, no sé cuántos días quedan ni sé cuándo todo esto terminará.

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