EL ALFARERO

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   —¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó el oficial.

       —Lo sé. —respondió el criminal.

       —Entonces dime.

       —¿No es su trabajo saber por qué lo hice?

       —Quiero oírlo de ti.

       El criminal se encogió de hombros.

       —Supongo que todo empieza con mi abuelo... Verá, mi abuelo es... Perdón. Mi abuelo era alfarero, y uno bastante bueno. Vendía muchas piezas de barro en un puesto que está camino a las huacas. Vasijas, cántaros, representaciones de mochicas..., esas cosas. Yo siempre iba, con mi madre, a visitarlo cada sábado. Él me contaba buenas historias, historias que podían hacerme reír, llorar u orinarme de miedo...

       —Ve al grano. —gruñó el oficial.
       El criminal suspiró, cansado.

       —Un día, mamá le animó a que me mostrara su taller. Aunque no dije nada entonces, por dentro la rabia me carcomía como un parásito. No me interesaba lo que el abuelo hacía, sino lo que me contaba. En fin... Se trataba de un pequeño sótano, iluminado por un averiado foco que, de vez en cuando, parpadeaba, liberando un extraño zumbido. Ahí, abajo, apestaba a barro, y por si eso no fuera poco hacía un frío horrible, intenso, ¿comprende? Las obras de mi abuelo se encontraban en estantes, grandes y chicos, apoyados en los muros de la habitación. Había vasijas muy bonitas, jarrones con buenos decorados y huacos eróticos que hacían un raro contraste con toda la armonía anterior que había observado. Mamá dice que... Perdón. Mamá decía que no deberían enseñar eso en los colegios, que no estaba bien. Pero creo que me estoy desviando... De nuevo, ¿verdad?

       —Continúa. —contestó el oficial después de un breve silencio, mirando a  los ojos del criminal.

       —Ese día, antes de que llegáramos a ver al abuelo, él se encontraba trabajando en un nuevo proyecto. Algo que nunca había intentado hacer, ¿sabe? Era algo muy importante para él. Había una foto, ¿sí? Una foto en donde se hallaba mi abuela, pero más joven. Ella había muerto antes que yo naciera, y mi abuelo no podía olvidarla. Un huaco retrato, me dijo, haré un huaco retrato, tan perfecto como lo hacían los mochicas. Tal vez él pueda ayudarte, dijo mi madre, refiriéndose al hijo que tenía ahí a su lado. Mi abuelo aceptó la propuesta sin dudarlo ni un segundo. Yo no quería hacerlo, pero me obligaron.

       »El sábado siguiente comenzamos el trabajo. Yo ayudaba a delinear algunos rasgos del rostro y mi abuelo era el encargado de corregirme, siempre mirando con atención la foto de mi abuela, como diciendo que pronto volvería a estar con ella. Y yo me imaginaba al pobre hombre hablándole a la cara de barro, sonriéndole, besándolo. Pero...

       —¿Qué? —preguntó el oficial—. ¿Qué sucedió?

       —Mi abuelo falleció al tercer sábado —respondió el criminal—. Un derrame cerebral. Y, como si fuera poco, su rostro cayó contra el huaco casi terminado. La pieza se destrozó en mil pedazos. Trágico, ¿verdad, oficial? No, no. No es necesario que conteste. El caso es que, muerto mi abuelo, yo ya no tenía más razones para seguir en el proyecto. Mamá se encargó de vender el negocio a otro alfarero. Y pensé que ahí se acabaría todo.

        Pero, si ello hubiese sido así, yo no estaría aquí, hablándole a usted. Quizá fuese otro, u otra. Estoy desviándome nuevamente, ¿no es cierto? Je, je, je. Perdón, oficial, mis ideas tienden a extenderse de ese modo, a veces.

       Por fin, terminé mis estudios secundarios. Me preparé y pude ingresar a la universidad, en la carrera de Antropología. Si antes no tenía una justificación para elegir esa carrera, menos ahora, oficial. El punto es que, después de algunos viajes con fines académicos hacia Moche, terminé por recordar la foto de mi abuela y el objetivo del padre de mi mamá de crear el huaco retrato perfecto. Así que esperé a las vacaciones de verano, oficial.

        Así pues, a inicios de enero me embarqué en una misión autoimpuesta. No sé cómo explicarlo, oficial, pero me sentía obligado a terminar lo que una vez había empezado con mi abuelo. Para ese entonces, yo vivía solo, oficial. Mi madre recibía visitas mías cada fin de mes, pero eso no nos concierne, ¿verdad? Yo empecé a trabajar desde el primer día de vacaciones, iluminado únicamente por la luz del sol que atravesaba los paneles de cristal que formaban la ventana de mi cuarto.

        Pero entonces ocurría algo, oficial. Y es que, en pleno desarrollo, notaba que hacía la nariz un poco más pequeña, o los labios demasiado gordos. Si no era aquello, llegaban las frentes bastante arrugadas, o la sonrisa bastante falsa. Y debía empezar de nuevo. Y yo escuchaba una vocecilla al mirar el rostro de mi abuela en esa fotografía en blanco y negro. Imbécil, bueno para nada. Me alejaba de la foto y retornaba al huaco, y entonces sentía que las manos me temblaban. Sin poder seguir con mi objetivo, me recostaba en el colchón que me servía de cama, y al despertar sentía un zumbido en el oído, o más voces en un lenguaje inentendible que solo al ulular del viento podría compararse. Poco a poco, las ojeras me fueron emergiendo, bajé mucho de peso y casi ni dormía por las noches. Poco a poco, las voces se me iban haciendo más claras; pero no la forma de conseguir las medidas exactas para el huaco.

       —¿Y qué hiciste luego?

       —Lo sabe muy bien, oficial —contestó el criminal—. Fui a una discoteca cercana, pensando en que un rato de fiesta me animaría. Y ahí encontré algo que me parecía casi imposible, fuera de esta realidad. Mi abuela, o al menos alguien muy parecida, bailando en medio de todo el griterío. ¿Sabe? No fue difícil convencerla. Yo de ustedes triplicaría la vigilancia. La chica y yo... Lucía. Je, je. Pasamos un buen rato. Cuando se quedó dormida, ahí, sobre mi colchón, decidí compararla con la mujer de la foto en blanco y negro que tenía. Y sí que se parecían, como si fuesen gemelas separadas al nacer. 

       —¿Y? —volvió a preguntar el oficial.

       —No se haga el tonto.

       —Dilo.

       —La maté. Le rompí el cuello de un solo movimiento. El crujido se escuchó con una claridad... hermosa, oficial. Y vi en su rostro perfección, vi el molde. Y corté, despacio, con un cuchillo. La sangre salía como escupitajos a mi ropa, a mi rostro, al suelo, se extendía como una extraña ola que no planeaba regresar al mar. Y después de unas horas tuve listo el suave molde. Y era hermoso, oficial, verdaderamente hermoso. Tuve listo el huaco retrato tres días después. Aún recuerdo cómo se veía la piel bajo esa película de barro, oficial. ¿Usted la recuerda?

       El oficial se quedó callado por unos momentos.

       —Nunca podré olvidar el rostro de mi hija, hijo de puta.

       —Para eso se hicieron los huacos retratos, oficial, para recordar a los que ya no están.

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