LA HUIDA

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Volví a despertar en casa de César, envuelta en aquellas mismas sábanas que me habían arropado durante la noche. Cuando regresamos estaba tan cansada que César me obligó a acostarme de nuevo. En un principio me negué a hacerlo al recordar que aquella era su habitación y que en la casa no había ningún otro dormitorio, pero él insistió tercamente en que si yo quería descansar correctamente debía hacerlo en una cama y no en un sofá.

Me levanté sin saber exactamente cuánto tiempo había pasado desde que me había quedado dormida pero por fin sentía que mi cuerpo me respondía como de costumbre. La pesadez que había sentido durante gran parte de la mañana al fin había desaparecido y volvía a encontrarme ágil y liviana.

En una esquina de la habitación, desde un sillón de estética barroca y que hacía juego con el resto de los muebles, César me observaba pensativo. Permanecía con las piernas cruzadas, los codos sobre los apoyabrazos del asiento y los dedos de ambas manos entrelazados. Comenzaba a acostumbrarme a la frialdad de su presencia y de su forma de mirarme. De alguna manera hasta me resultaba tranquilizador.

-Por fin despiertas - dijo con su habitual voz profunda pero con un tono carente de emociones.

Me pregunté si en algún momento sería capaz de averiguar sus pensamientos. Siempre era tan indiferente que resultaba casi imposible saber qué estaba pensando.

-¿Es muy tarde? - pregunté mirando a la ventana por la que entraba una tímida luz.

-Es hora de comer - dijo levantándose y dirigiéndose hacia las cortinas justo antes de correrlas.

Una intensa luminosidad llenó la habitación, obligándome a entornar los ojos.

-¿Has pensado ya qué vas a hacer conmigo? - pregunté casi sin darme cuenta.

Me gustase o no, la única posibilidad que tenía para aprender a usar mis poderes era que César se tomase la molestia de enseñarme, aunque sabía que mis clases no serían para nada sencillas con un maestro como él.

-Lo preguntas como si te hubiese secuestrado.

Preferí no responder a ese comentario pero en realidad, era un poco como me sentía. Sabía que me había llevado hasta allí para protegerme pero por su forma de actuar cuando estaba junto a mí, podía decir que mi presencia le molestaba.

-Sí, lo he pensado - dijo ante mi falta de respuesta. - No pienso cargar con tu muerte sobre mi conciencia, así que te ayudaré. Y hasta que aprendas lo necesario para protegerte, yo me encargaré de hacerlo.

-No puedes protegerme veinticuatro horas al día - dije mientras me volvía a calzar con las zapatillas que César me había dejado y que, al igual que el chándal que me prestó cuando volvimos, me quedaban extremadamente grandes.

-Sí puedo. Te quedarás en mi casa de momento. He creado una barrera protectora alrededor para que nadie pueda entrar así que por ahora estás a salvo.

-Entonces sí que me estás secuestrando - murmuré abatida.

-A mí tampoco me gusta este plan así que si tienes una idea mejor soy todo oídos.

Me sentí como un estorbo. Me había convertido en toda una molestia para él, una con la que debería convivir e instruir en todo cuanto sabía.

-Está bien - acepté con resignación. - Me vendré aquí mientras duren mis enseñanzas. ¿Pero no debería ir antes a mi casa para recoger mis cosas?

Ni siquiera tenía algo de ropa decente para ponerme, únicamente lo que César me había comprado por la mañana y el vestido de mi accidentada noche pasada.

La nigromante (TERMINADO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora