El Deseo

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Doña Ernestina Yacante era una mujer de trabajo y buenos valores. Tenía dos hijos adolescentes casi adultos, Ramón y Antonio (al que todos llamaban Tucho) . Todos vivían en una casa estrecha sin lujos ni comodidades. Pero Ernestina no tenía la cualidad de la queja, no hasta que el destino tentó ese lado humano que todos tenemos. Esa mañana repaso el espejo con el paño estudiándolo desde varios ángulos para asegurarse de que estuviese correctamente limpio. Algo en su cabello castaño oscuro la hizo volver al reflejo, reguló la vista y lo vio, un delgado cabello blancuzco, si si, su primera cana recién a los cincuenta años. Trató de taparlo con un mechón de pelo y al resistirse éste sin más vueltas, lo arrancó de raíz sin darle importancia a las recomendaciones que aconsejaban no hacerlo.

Minimizando el ligero adormecimiento en la zona retomó su trabajo

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Minimizando el ligero adormecimiento en la zona retomó su trabajo. Fue al cuarto principal y otra vez lo mismo de siempre: ropa regada por todos lados. Pero la mujer, experimentada en su labor con una agilidad que la hacía ahorrar tiempo, dejó el cuarto limpio, ordenado y oliendo a lavanda tanto como si fuera un cuarto de exposición y recordó la cama. Levantó el pesado colchón King size y quito las prendas femeninas enroscadas y bien usadas —mocosa malcriada, si fuera mi hija se las haría tragar hasta que aprenda a usar el cesto de la ropa sucia —protesto asqueada.

Con la cintura partida por el dolor, al levantar la alfombrilla de la entrada para guardar las llaves en la baldosa ahuecada, el reflejo de un arcoíris la dejo con las rodillas clavadas ahí mismo. Miró para todos lados y guardo la piedrita en el morral. Ernestina soñó despierta toda esa noche fantaseando con números, cifras con varios ceros y una vida panza arriba donde lo único que haría sería dedicarse a ella, lejos de limpiar el desorden de otros ni buscar calzones sucios debajo de los colchones, porque señores, tener cincuenta años de los cuales treinta y cinco los había dedicado a limpiar la mugre de otros, viviendo con distintas familias, guardándose secretos de todo el mundo... El estrés acumulado merecía una recompensa y ahí estaba, sin peso en el hueco de su mano.

El gusto dulce del futuro próximo se detuvo cuando María Cecilia rompió en llanto a la mañana siguiente al preguntarle si había encontrado mientras limpiaba una piedrita chiquitita del tamaño de un porotito y agregó para mayor efecto —era del coll...

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El gusto dulce del futuro próximo se detuvo cuando María Cecilia rompió en llanto a la mañana siguiente al preguntarle si había encontrado mientras limpiaba una piedrita chiquitita del tamaño de un porotito y agregó para mayor efecto —era del collar de Lucrecia, ese que le gustaba ponerse cuando asistíamos a las cenas de etiqueta. La mujer simuló desentendimiento pensando que el discurso en diminutivo era una estrategia para restarle valor a la gema y el escuchar el nombre de la cachorra extraviada casi la hizo confesar el hallazgo, pero, lo negó y al volver a su casa sin ser vista escondió la piedrecita en el tarro donde guardaba las galletas rancias con las que sabía consentir al recientemente difunto Fígaro. Ese sí que merecía llamarse perro, guardián como pocos y niñero de todos sus hijos en aquellos años gloriosos.

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⏰ Última actualización: Apr 20, 2020 ⏰

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