No era Paola

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Estoy listo para verlo arder. Y aún en la espera, el desarraigo insistente por una salida, vuelve con más fuerza. Con toques en la mente con una delicadeza expectante, tirando de la razón para tenerla fuera.

Solo un viernes por la noche con aire fresco, tengo decidido que voy hacia donde comienza el amanecer. En camino de los lados de cada picaporte, sujetándome de ellos, con ansias de muerte. Pero el hombre que aceptó soltar mi locura y zafarme de este hotel, me miró incrédulo. Quizá la hora que apuntaban las manecillas, lo confundían. Sin embargo era el tiempo perfecto para llegar junto a aquellas luces, que conocí en un día distinto, extinto en un recuerdo.

Desasí sin más, la arena reseca, arrastrando todo tipo de despojos con mis zapatos. Pensé por un momento que dormía plácidamente, pero mi estruendoso andar despertaba cuerpos del purgatorio.
Esta era una ciudad oculta, quizá con rotos lejos de sanar. Un pueblecito que nadie prestaría atención, sin belleza atractiva o llegada de turistas. El río mostraba su enojo con chorros tocando las puertas de las chozas. Estas improvisadas, en una tierra pequeña y fértil. Y más allá, a un lado, una gran barranca pero al otro, un monte inexplicable, mal hecho, en donde nadie con sano juicio llegaría.

Aunque Paola, con dos ojos en la espalda nunca desaprovechó la oportunidad para zafarse lejos y perderse en absurdos juegos. Y su gusto por aquel amanecer, solo se veía desde aquí. ¿Por qué no, en otro lugar? No lo sé. El sol siempre sirvió de ayuda para su camino, el ánimo que se manejaba, y la adrenalina en la que se volvía cuando tocaba su cabeza, nunca más la describiría. Ya no existía tiempo porque el viento me llevaba hacia él.

Y el dolor en la boca del estómago se removía como la gran bandada en los cielos. Recorrían en círculo sus nubes, hasta que una se acercó al barranco, y era increíble su rapidez aunque solo una pata se pegaba a su cuerpo. Por verla cerca, tomé algunas piedras pequeñas y las tiré al azar para acercarla. Movía sus alas intentando zafarse de los tiros, mientras sus plumas caían en puñales. Al final de esta persecución, trató de regresar con las demás, sin embargo algo cansada se posó aún lado. No quería matarla, pero ya no sería divertido verla quieta. Sonríe sudoso, embestido por el primer rayo del sol. La paloma volvió al encuentro y la seguí, lejos, como ella quería.

Con su audacia pensé que estaríamos en un descampado, pero unos manantiales me complacían como un refresco al alma. Deseaba entrar a esta especie de río cristalizado, y así tiré de los zapatos, uno más lejos que el otro. Remangué mis pantalones presuroso, encendido. Mis viejas rodillas temblaban en el contacto, removía mi cuerpo tanteando sus aguas. Debajo, me veía recobrar la visión, la hermosura en un abrazo. Hasta desearía la muerte, justo aquí. En un embrujo sordo, en este purgatorio de pueblo, y sin dejar el rayo solar, por el recuerdo de Paola. En caída lenta sin conocer la profundidad, con una paloma coja al lado, con frío apaciguado en los hombros, llevándome más lejos de lo que se cree. Quizá enfrascándome en otra vida, en desacuerdo con mis temores. Pesado y libre, como mis angustias revueltas.

-¡Joven, joven! ¡Venga joven!

No pude distinguir si fuera su voz la que me causaba tranquilidad. Milagrosamente abrí mis ojos. ¿Joven? ¿Yo?

-¡Se va ahogar, ahí! -sus gritos estaban cerca, al lado de la palomita.

Chapoteaba, y solo dije -Déjeme aquí.

-Joven, salga por favor -soltó y suspiré.

Salí como pude. Una pobladora me llamaba a dejar este río, mi próximo hogar. Me arrastré hacia la orilla, con el frío trayéndome malos recuerdos. La ropa absolutamente mojada.

-No se encuentra bien -dijo con pena evidente. -Venga a mi casa, le daré algo de ropa.

-¿Usted es una samaritana? -pregunté secando mi rostro. Veía el cristalizado de sus ojos.

Aquí, solo por aquí º·Donde viven las historias. Descúbrelo ahora