Después de ti

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—Si fueras a morir hoy, ¿cuáles serían tus últimas palabras? —preguntó con soltura, despreocupado, mientras casi sonreía.

Era una pregunta a la cual siempre había evitado darle respuesta, no porque no supiera qué decir, sino porque siempre que lo pensaba las palabras iban relacionadas a él, a mi persona.

Habíamos estado juntos por más de diez años, en una relación que podría llamar estable la mayor parte del tiempo. Había amor entre nosotros, apoyo, éramos compatibles y empáticos en tantos sentidos que a veces asustaba llevarnos tan bien.

Era raro, nunca tuve una relación con tal nivel de confianza y ninguno de mis amigos tampoco, por lo que no tenía nada con qué compararlo. No sabía si era tan bueno como parecía, o tal malo como para no querer descubrirlo; porque aquello significaría romper con la magia, esa que yo me empeñaba en hacer crecer cada día.

—Seguro que eso es de puertas para afuera —aseguraban algunos cuando entrábamos en el tema, que ya era curiosidad de todos—, apuesto a que en cuanto están solos se convierte en el mismísimo demonio.

—No es así —les reafirmé por quinta vez.

—Sí, hombre, nadie puede ser tan feliz. No puedes tener una sonrisa pegada a los labios todo el puto tiempo. Es que no lo entiendo.

Yo tampoco lo hacía, había dejado de intentar buscarle las costuras a mi relación, los deshilados que salían con cada discusión, pero la verdad era que no los había. La inteligencia era su fuerte y la emocional reinaba en mi hogar. Jamás alzó la voz, al contrario, me hablaba tan bajito y con una voz tan armoniosa que me obligaba a callarme la boca para poder escucharlo, y le prestaba atención, y le miraba los labios para no perderme nada y terminaba perdido en sus ojos. Me tranquilizaba. Y luego él preguntaba cómo me sentía y yo, como un niño dolido le daba santo y seña de aquello que me afligía y él me escuchaba atento, a veces me acariciaba la cabeza mientras lo hacía y yo terminaba amándolo más.

—Si quieres gritarme, hazlo —dijo una vez, cuando le eché en cara que las personas necesitaban expresarse, estallar de vez en cuando para reiniciarse la vida—, pero solo cuando estemos en la cama. Fuera de ella seguimos respetándonos como siempre.

Lo amé todavía más. Me sentí como el hombre más afortunado del mundo.

Todos mis amigos se quejaban de lo asfixiantes que llegaban a ser sus parejas, de lo monótona que se volvía la vida con el paso de los años. Y no es que se quejaran demasiado, simplemente necesitaban decir entre amigos todo lo que no podían decirle a sus parejas a la cara. Cada jueves, al final de los partidos de futbol, nos reuníamos un rato para llevar a cabo ese ritual, porque ya era algo de cajón, y si el clima ayudaba nos bebíamos una cerveza. Algunos de ellos nunca dejaban de mirar el reloj o de responder el celular siempre con la misma frase «sí, ya voy para allá», y se marchaban con media cerveza en la mano. Yo jamás lo hice. Él nunca me llamó para preguntar dónde estaba, porque lo sabía, no se preocupaba de lo que pudiera hacer porque jamás le mentí.

Él no celaba mi tiempo personal así como yo también le daba toda la libertad que deseaba. Era un fénix surcando los cielos, adueñándose del mundo o salvándose a sí mismo pasando un fin de semana con sus amigos, jamás me atrevería a encerrarlo en una jaula y cortarle las alas. Somos tan libres como queremos, y estamos tan seguros de lo que tenemos que podemos pasar un tiempo a solas y, al anochecer, meternos en la cama donde nos encontraremos dispuestos a abrazarnos y dormir al lado del otro.

Confía en mí y yo en él.

Sé que no podríamos traicionarnos.

No hay nadie que me guste más. Tengo el mejor sexo de toda mi vida y además es inteligente. Podemos hablar de nada y de todo, desde extraterrestres y literatura, hasta religión o política sin que ninguno resulte ofendido. Él es como ese mejor amigo que siempre desee tener, pero con el beneficio del sexo. Y sé que él piensa lo mismo de mí, me lo ha dicho innumerables veces.

Después de ti [ONE SHOT]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora