LOS CAÍDOS

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Kenia estaba convencida de ser una de las mejores en su campo. La ilusión en sus ojos iluminaba los consultorios de aquel hospital local muy lejos de casa. Ella no era la típica chica que se conformaba con poco y siempre buscaba la manera de brillar. Por las tardes, después de clase, solía diseñar sus collares y pulseras, según el color del esmalte que se aplicara. Sí, Kenia era original.

En casa no faltó nada. No obstante, llegada la universidad, nunca pudo disfrutar de un buen coche para salir de fiesta o irse de compras con las tarjetas de crédito de papá, como ya era normal entre sus amigas. De hecho, recuerda que el día de la graduación de secundaria, sus hermanos tuvieron que elegir quién de los dos iría, pues sólo contaban con un par de zapatos decentes para asistir a la ceremonia. No lo sabían para entonces, pero aquella sería la ceremonia de clausura de su vida académica, pues a partir de ese momento su padre había decidido que ninguno de los dos estudiaría más porque ‘ya había hecho suficiente con darles la secundaria’. La universidad se reservaría sólo para la niña.

A Wilson le importaba lo que a un loco la realidad: nada. Cómo le hubiera gustado escuchar eso mucho antes. Fabio, en cambio, tuvo que bajar la mirada deseando devorar algunos libros más de derecho y ciencias políticas. En principio, no por atracción a los juzgados precisamente, sino porque quería ganar una guerra que libraba en aquella casa cada vez con mayor intensidad, conforme pasaban los años y se hacía hombre.

Casi todos los domingos por la mañana, como si de un ritual se tratara, el chico del lunar en el mentón, contaba uno a uno los caídos en la batalla del fin de semana. Se asomaba a la puerta para verle, pero a prisa, guardando para sí sus lamentos, Isabel ya había puesto los polvos sobre la blanca piel de sus brazos y rostro, para no hacer evidentes los caídos, los cientos de tejidos muertos atrofiados por los golpes de quien había jurado amarla y protegerla.

Isabel era enérgica y muy lista para los negocios, una habilidad que descubrió pisando sus 40. Tardíamente, dirán algunos. Para ella, en el tiempo perfecto.

A la edad de 15 años dio a luz a Wilson, su primer hijo. Recién saldría de la pubertad cuando resolvió casarse con Héctor, un chico muy delgado, de ojos azules a quien osaba llamar ‘Niño Jesús’. Su madre nunca aprobó la relación, pero como sucede a menudo con lo prohibido, terminó cediendo ante la ilusión de tener a un apuesto galán como esposo. Se enamoró con gran facilidad. Considerando que era el primero en su vida, no había dudas de que cualquier detalle, por pequeño que fuere, encendería la llama de aquella joven chica. Le esperaba impaciente para quitarle los zapatos después del trabajo e inclusive desabrocharle los botones de la camisa. Sus zapatos quedaban tan bien lustrados que cualquiera podría usarlos como espejos.

Ella le amó. Verdaderamente le amó. He escuchado cientos de historias en las que Isabel descubría algún amorío y él sin el más mínimo resquicio de compasión lanzaba un manotazo a su cara, exigiendo que callara pues no comprendía sus ‘necesidades’ de hombre. Sin embargo, no todo terminaba allí. Esa noche, las delicadas manos que secaban la sangre de sus dientes y las lágrimas rodando en el lavabo, también estaban minutos después haciendo la cena para su esposo. Y esa misma noche, aquellos labios reventados por las heridas, se fundían entre la boca y los orgasmos de Héctor, que con una facilidad alucinante  borraba el casette de la última batalla.

Las discusiones eran acaloradas, pero en los 80s había aún menos lugar para un razonamiento con olor a mujer. Él hablaba mientras ella, sumisa, no vacilaba en someterse. Después de todo, el pan con que se alimentaba y los vestidos que llevaba eran fruto del trabajo de su esposo, se repetía para silenciar la voz de protesta que se levantaba dentro de sí inútilmente cada domingo por la mañana. Sólo hasta aquel domingo negro.

DEL APEGO Y MIL ABSURDOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora