32. Adiós Legsbell

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Me sorprendí con lo rápido que Tom se aprendía los versos de las canciones, juró que no había escuchado el álbum, y en menos de un minuto, ya estaba cantando Stuck it up, y chasqueando los dedos al ritmo conmigo.

Nos dirigíamos a la casa/mansión, necesitaba ver a los demonios, o al menos, asegurarme de que su nueva niñera los tratara bien.

Volví a sentir el olor del césped recién cortado, el impoluto camino de piedras hasta la puerta, y lo elegante que se veía todo. Lo raro era que no se oía ningún ruido, teniendo a Matt, Bob, Cat y Elena en la misma casa, era extraño; tal vez habrían salido.

Tocamos la puerta, Bob fue quien nos atendió. Palidecí cuando noté que estaba más delgado de lo usual, vestía unos pantalones caqui planchados con una línea al medio, una camisa blanca de manga larga, y su cabello peinado con una línea al medio.

—¡Anne!—sus ojitos brillaron cuando pronunció mi nombre.

Abrí mis brazos y lo estrujé entre ellos. Olfateé su cabeza, olía a perfume rancio de anciano. Chocó los cinco con Tom y nos dio paso a la sala, donde, en vez de ver a los demonios jugando alegremente, y oír sus risas entusiastas, se escuchaba música clásica.

Paré en seco para analizar mejor la escena.

Catalina con un vestido celeste, su cabello amarrado con una cinta, formando un moño a lo alto de su cabeza; zapatos negros de charol; la niña que solía insultar a todo el mundo, ahora estaba sentada frente a un piano con la espalda derecha. Recorrí mis ojos hasta el sofá más grande; Matt tenía un libro de geografía en la mano derecha, en la izquierda sostenía una especie de varilla; su vestimenta consistía en un saco azul oscuro que le cubría hasta la garganta, un pantalón como el de Bob y zapatos formales. Elena también estaba sentada con la espalda erguida y el mismo estilo de ropa que Cat, la pequeña tenía una muñeca del siglo pasado en su regazo.

Tom estaba tras de mi, igual, o incluso más sorprendido.

—¿Qué mierda les hicieron?

Los cuatro giraron sus rostros sorprendidos hacia mi. Elena estaba por pararse, cuando la, aparentemente, nueva niñera, apareció. Su pinta de maestra amargada lo decía todo. Sostenía en sus manos una vara flexible, como esas que usaban los profesores hace siglos para castigar a sus alumnos, o la que usaban de látigos para caballos.

Así como una Tronchatoro del renacimiento.

Nos analizó de pies a cabeza y dio un respingo.

—¿Puedo saber quienes son estos muchachitos que osan en entrar a esta propiedad privada sin alguna cita?

—No—respondí—, ¿quién eres tu? ¿qué has hecho con ellos?

Caminó por la sala, golpeando repetidamente la vara contra su mano.

—Es una maldita bruja que nos obliga a comportarnos como idiotas del siglo XIX—se adelantó Cat, que parecía que con lo que acababa decir, había soltado un peso inmenso de sus hombros.

La mujer se acercó hasta ella furibunda, levantó su brazo sosteniendo la vara, dispuesta a «corregir» el vocabulario de Cat.

—Juro que si llegas a tocarle un pelo, será lo último que hagas.

Dejó lo que iba a hacer para mirarme indignada.

—¿Disculpa?—caminó hasta nosotros.

Sangre caliente corría por mis venas. Podía hacer lo que le diera la gana, pero maltratar a mis niños, jamás.

—Lo que escuchaste—ahora yo caminaba hacia ella.

Se cruzó de brazos y río secamente. Mientras, yo enumeraba en mi mente las miles de maneras en las que podría arrancarle esas horribles extensiones.

Del Amor a la Fama.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora