06 de diciembre de 1999
20:00 hs.
Las primeras gotas de lluvia cayeron pesadas, como una fruta que cae desde lo alto de un árbol. Golpearon con fuerza el parabrisas de la camioneta de Pedro Stevenson. Cuando accionó el limpiaparabrisas, las gastadas escobillas esparcieron el agua junto con la suciedad impregnada en el vidrio dificultando aun más su visión. Cuando la lluvia aumentó su intensidad por fin pudo ver con claridad su camino. Pisaba el acelerador a fondo mientras las ruedas expulsaban grandes piedras del camino a su paso. Su corazón latía con más y más fuerza. Sentía que su mundo se desmoronaba. Una parte de él, arraigada muy en su interior quería detener el vehículo. Pensaba en dar la vuelta y alejarse de todo. No necesitaba ver lo que estaba seguro que encontraría al llegar a su hogar donde anida la desgracia.
Los faros de su vehículo alumbraban con dificultad el camino rural sin nombre que conducía a su hogar. La lluvia comenzaba a cubrir todo con una fina película gris, y la tierra comenzaba a transformarse en lodo. Pero aún así, a pesar de que la lluvia había arribado al pueblo, una pequeña porción de la luna se resistía a desaparecer. Aun visible desde el norte, en un rincón del cielo donde la tormenta aun no lo había cubierto todo con la furia del viento y de la tempestad.
Un pequeño crucifijo colgaba del espejo retrovisor, antiguo, hecho con metal que ya mostraba señales de óxido. Pedro lo miró con ojos suplicantes. Lo tomó, lo apretó con fuerza, con la misma con la que un naufrago apretaría una tabla que flota en medio de las embravecidas aguas del mar. –Por favor Dios. Dame la fuerza para superar esto. –Suplicó, a pesar de que hacían bastantes años de que no pisaba una iglesia. La calidez de las lágrimas recorría su rostro y se precipitaban sobre el cañón de la escopeta que descansaba sobre su regazo.
Finalmente llegó a su macabro destino. Las ruedas de la camioneta se enterraron en el césped mojado del patio frente a la casa. Todo estaba oscuro. Dentro del hogar todo estaba calmo. La puerta principal estaba abierta. Pedro se colgó el crucifijo alrededor de su cuello y tomando la escopeta y su revolver descendió. Las luces del vehículo iluminar la galería. Allí, sobre el frío piso de cerámicas había una enorme mancha. Al principio no pudo distinguir lo que era, o quizás tan solo no quería aceptarlo. Todavía tenía la esperanza de estar equivocado, que su hijo no era ningún monstruo, que sería incapaz de lastimar a su familia. Todo esto lo pensaba a medida que se acercaba. Pero la esperanza se desvanecía con cada paso que daba. La mancha iba adquiriendo una pasmosa e inconfundible claridad. Su color rojo intenso resplandecía bajo la luz de los faros de la camioneta. La sangre estaba en todas partes, formando un gran charco en el piso, salpicada en las paredes, escurriéndose lentamente hasta diluirse en la humedad del césped. Pedro cargó su arma. Las balas bañadas en plata estaban listas dentro del tambor de su calibre .38. Sujetó el arma con fuerza, pero sus manos le temblaban demasiado. Todo su cuerpo se estremecía mientras en su mente solo podía imaginar el acto horrible, el terrible sufrimiento del que su querida Sara había sido víctima.
Desde el enorme charco de espesa sangre, una línea gruesa se desprendía y se dirigía hacia la oscuridad del costado de la casa. Aquel rastro era inconfundible, algo había sido arrastrado.
–¡¡Sara!! ¿Dónde estás? –Gritó desesperado, pero lo único que oyó por respuesta fue el silbido del viento y el potente sonido de los truenos. –¡¡Sara!!
Temblando como un infante en una noche tormentosa, Pedro se dirigió hacia la oscuridad del costado de su casa. Frías gotas de sudor brotaban de su frente y su salinidad se diluía con la lluvia que lo empapaba. El cañón de su arma estaba listo, apuntando hacia la negrura. –¡Sara! –Llamó de nuevo inútilmente.
Caminó con lentitud hasta que por fin sus manos tocaron el borde de la casa. En el costado había un gran roble cuya sombra lo ocultaba y más allá, los cultivos se extendían hasta la espesura de la selva. Por un momento no pudo ver nada, solo la sombra del gran árbol donde tantas veces había pasado tardes enteras sentados con su familia. Aquel árbol era especial, su sombra los protegía del implacable sol en el verano, y durante la primavera sus ramas se poblaban de hermosas flores rosas que al caer embellecían su patio. En aquellos momentos el árbol contrastando con los cultivos detrás era una imagen digna de una postal, pero ahora lucía aterrador, sus ramas se extendían en la noche como cientos de brazos saliendo del infierno. El rechinar de su tronco mecido por el viento parecía un lamento del más allá.
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Presagio de Muerte
УжасыEl pequeño poblado de San Antonio, un lugar apacible y tranquilo, se verá sacudido por el cruel ataque a dos pequeñas. Esto es solo el comienzo de una serie de calamidades que desatará el terror entre los habitantes. Jonathan Jakov, un joven con u...