Séptimo compás

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Cuando salí de casa con Koala, mi madre estaba intentando limpiar la roña de las juntas de las baldosas del baño

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Cuando salí de casa con Koala, mi madre estaba intentando limpiar la roña de las juntas de las baldosas del baño. Creo que ni me escuchó salir de lo fuerte que frotaba.

Si seguía así se iba a cargar los azulejos y aunque consiguiera limpiarlos, nadie se lo iba a agradecer. Me recordé que no debía sentir compasión por ella, no después de la humillación que me había hecho pasar frente al director. Había impuesto la ley del silencio entre mis padres y yo frente a sus absurdas restricciones —aunque con mi padre no había ninguna diferencia, me había enseñado a mirar a sin mirar, a ver fantasmas y no personas—. Se suponía que no podía ver a Gerard a solas, ni salir más de veinte minutos con Koala.

Tenía un gran nudo en la garganta que solo se fue aflojando cada vez que Koala tiraba de mí para intentar cazar alguna paloma.

Seguí el paseo del puerto hasta que llegué a la Rambla del Mar. Caminé hasta las escaleras que llevaban al embarcadero, donde se mecían los barcos turísticos. Desde donde estaba se veía el puente levadizo del Maremagnum. El cielo estaba cubierto de nubes y el sol parecía enfermo. Era como mirar a través de una ventana empañada.

En las escaleras vi la figura de Gerard. Casi siempre quedábamos en el mismo lugar a la misma hora, cuando Gerard tenía los descansos del trabajo. A falta de teléfono, era lo único que teníamos y la esperanza de que ninguno fallara a la cita.

Koala se había puesto tan loca, que acaparó toda su atención, abalanzándose hacia él. Me hubiera gustado mostrar un entusiasmo parecido al de ella. Siempre he deseado expresar lo que siento sin contenerme. Solo atiné a decir:

—Hola, Gerard.

—Hola —me saludó, mientras acariciaba a Koala—. Ay, qué guapa, que sí...

Después se puso en pie.

—Pensaba que nunca te vería de nuevo. —Me miró con esos ojos azules que me recordaban al cielo despejado y los días interminables de verano. La barba le había empezado a asomar de nuevo, otorgándole un aspecto más maduro. Encontrarme con Gerard en un día tan gris era como ver un pequeño arcoíris.

—¿Has estado esperándome todas las tardes?

—Sí, empezaba a sentirme como el perro ese japonés. Hachiko.

Me explicó que ese era el nombre de un perro japonés que siempre esperaba a su dueño en la estación cuando este salía de trabajar. El dueño murió y el perro siguió yendo todos los días, sin faltar una sola vez, hasta que terminó muriendo de viejo.

En cierto modo me sentía como ese perro, esperando una vida mejor que nunca llegaría a mí.

—¿Cómo estás? —me preguntó.

Ambos nos sentamos, codo contra codo. Koala se colocó entre las piernas de Gerard para dejarse acariciar.

—Bien, ¿y tú?

Al otro lado del silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora