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Mis ojos picaban, sentía que la humedad había acudido a su llamada, pero estaba claro, ¿qué era la lluvia sin gotas? ¿Qué eran las tormentas sin rayos y truenos? ¿Qué eran los mares sin agua? Pero sobre todos, ¿qué era un momento triste sin lágrimas que expulsar?

Desde pequeños nos han entrenado a ello, a llorar, es lo primero que hacemos al llegar a este mundo, llorar y llorar, algunos dicen que para respirar, otros que es un reflejo porque nos quitan nuestro hogar, el vientre de nuestras madres, y otros, dicen que es porque ven que el mundo es un desastre; sin embargo, yo, opino que es algo diferente, es como si un bebé llorara para expulsar todo lo que tiene en su interior, y que por alguna razón, sabe que en el futuro va a sufrir, es como si se preparara para ello.

Intentaba no mirar sus ojos azules, alumbrados por la oscura luz que se filtraba por la ventana, que no era más grande que una caja de zapatos. Su rostro estaba tan sereno… Era como si nada estuviera pasando. Y no quería darle la gratitud de saber que sufría por eso, no.

También aprendemos a controlar las lágrimas, pero eso es algo que nadie nos enseña, es algo que nos obligamos a hacer porque no es el momento oportuno, por ejemplo cuando hacemos un ejercicio mal en el primer día de clase del primer curso de nuestro primer colegio, y sentimos ganas de llorar porque somos unos críos, y estamos acostumbrados a ellos, a llorar por todo, pero nos contenemos, porque sabemos que si ese primer día del primer curso de nuestro primer colegio lloramos, eso puede llegar a perseguirnos hasta el último día del último curso de nuestro último colegio, o cuando aguantamos las lágrimas porque los de nuestro alrededor no necesitan ver más dolor, porque ya están lo suficientemente dolidos, pero también hay otra razón por la que escondemos el dolor muchas veces, esa razón es simple, pero a la vez compleja, el orgullo, como cuando alguien te humilla ante una persona específica, como tu amor platónico, entonces retienes las lágrimas con toda tu fuerza de voluntad, y eres fuerte cuando lo consigues, porque no puedes darle esa satisfacción de hacerte llorar.

Se acercaba cada vez más a la puerta, por tanto, se alejaba de mí, y eso dolía, en ese momento, la expresión de tener «el corazón roto» que parecía una tontería, no lo era tanto.

También aprendemos eso del amor con el tiempo, porque cuando un cristal o un plato se rompen, hace ruido. Cuando una ventana se hace añicos, la pata de una mesa, o se cae algo de la pared,  hace ruido. Pero cuando tu corazón se rompe, el silencio es total. Es algo tan importante que crees que su ruptura se escuchará por todo el globo, pero simplemente hay silencio, silencio y mucho dolor, y deseas que haya algo, cualquier sonido que te distraiga del dolor, pero ese sonido, ese grito, es interno, y nadie puede oírlo salvo tú, y se repite miles de veces en tu cabeza, porque no deja de sentirse en tu pecho, y gritas en tu interior, maldices, gruñes y vuelves a gritar, pero nadie lo oye, y en cierto modo, tú lo sabes.

Cuando tocó el pomo de la puerta, una ira me invadió desde la punta de los dedos del pie hasta el pelo más alto de mi cabeza. Me di cuenta de que le odiaba, a ese cobarde que se iba y me dejaba ahí destrozada.

Huir es algo que nadie nos enseña, es algo que aprendemos nosotros por nuestra cuenta, es algo que sale por instinto. Cuando hay peligro, nuestro primer pensamiento es huir, correr y no parar hasta estar bien lejos de aquello que es peligroso. Cuando hay miedo, corremos lejos sin darnos cuenta, huimos de eso que nos atemoriza. Cuando hay algo que nos desagrada, a lo mejor no corremos despavoridos, pero huimos, con paso lento, aparentando tranquilidad, puede que incluso teniéndola, pero nos alejamos. Cuando hay demasiado dolor en nuestro interior, huimos, ya sea correr para llegar a un sitio vacío, andar en un mar de desconocidos, o recluirnos en nuestro cuerpo, pero huimos. Siempre huimos.

—Cobarde—siseé.

Él se giró inmediatamente, esta vez era su rostro el que me miraba, con esa mirada fría y a la vez iracunda.

El orgullo. Eso era algo con lo que también nacemos aunque de todas formas, con el paso del tiempo, siempre se agranda, el orgullo no es algo bueno. El orgullo nos hace cometer estupideces, decir cosas que no queremos, hacer cosas de las que nos arrepentiremos, y perder cosas, aunque lo que más se pierde con el orgullo son personas. No nos disculpamos por culpa del orgullo, no aceptamos la derrota por culpa del orgullo. Porque a veces, el orgullo es nuestro peor enemigo.

—¿Qué has dicho?—ladró.

Por alguna extraña razón, tenemos que hacer como si no hubiéramos oído algunas cosas, a veces simplemente las ignoramos, otras preguntamos con perplejidad, aunque no son más que preguntas retóricas que no sirven para nada en realidad. Es como si estuviéramos esperando que la otra persona no lo repitiera, como si se echara atrás, para hacernos más fuertes y creernos invencibles, como si fuera posible.

—Me has oído perfectamente—contesté yo furiosa, pero a la vez tranquila.

Él se acercó a mí con paso rápido y me agarró de las muñecas, me empujó hacia la pared sin preocuparse en absoluto de dañarme y entrecerró los ojos.

Agresividad. Es puro instinto que se incrementa o se disminuye con el paso de los años, cuando nos sentimos ofendidos por algo, una parte de nuestro cerebro, la que controla nuestros movimientos agresivos, se activa, algunas personas saben controlar estos instintos, otras no tanto, aunque de todas formas no dicen más que palabras mientras fantasean con darle un puñetazo en la mandíbula a ese que nos ha molestado, pero otras, no se controlan, la agresividad se hace presente en ellos, crea una bestia más allá de su control que no se da cuenta de lo que hace, y cuando se da cuenta, no hay nada que hacer, porque todo ha pasado ya, y nunca intenta controlarlo.

Me temblaban incluso las pestañas, mi cabeza parecía hecha de fuego, pero no se lo dejé ver, me mostré fría, impasible… Puede que incluso con una sombra de sonrisa en mis labios. Y eso le enfurecía más, saber que no le temía… Porque en realidad no le temía, aunque eso no me impedía temblar.

—¿Me llamas cobarde tú, que ni siquiera puedes dejar de temblar?—pregunta sarcástico.

El sarcasmo es algo que nos nace con el paso del tiempo, nos enseñan lo que es, para que sirve, pero somos nosotros quienes realmente aprendemos a usarlo, con nuestros, comentarios, que puede que hagamos por instinto, o puede que sean comentarios que nuestras mentes enfurecidas gritan.

—No veo a nadie más aquí para llamarte algo que te defina con esa perfección—comenté encogiéndome de hombros.

Sus ojos quemaban en mi piel, la ira parecía recorrer el ambiente, de su cuerpo al mío y del mío al suyo.

Y finalmente, la ira. Ese sentimiento que, en algunos casos, lleva ahí escondido desde siempre, y crece un poco cada día, con cada acto que otros hacen y nos perjudica a nosotros, y que finalmente estalla por una cosa, que puede ser una tontería o puede ser una gran molestia, simplemente es un detonador que abre una compuerta y hace que dejemos salir todo; en otros casos, cada vez que se enciende la llama, por mínima que sea, se enciende la ira, que puede hacer retroceder a todos los pilares de la moralidad de la persona más calmada.

Y, mientras una mezcla de todo eso se acumula en el aire, empieza lo que desearías que nunca hubiera pasado, empieza la causa de tus pesadillas, de tus plegarias, empieza esa sombra que te persigue a cada esquina, en tus sueños y en la realidad, el arrepentimiento de lo que pudiste no haber hecho. Y todo acaba.

Humanos ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora