1 La almohada de Katy

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«¿Acaso es normal tener esquizofrenia siendo solo un infante?»
Soy una niña y no soy tonta. El hecho de que digan que estoy loca no lo asegura, pero desde que cumplí seis años escucho a mi amiguita Katy. A veces en la calle, en la escuela, en mi casa mientras almuerzo e incluso mientras duermo.  Ella me dice que me quiere y que conoce mucho sobre mi familia, pero nadie más que yo puede verla u oírla, se comporta peor cuando llegamos a fin de mes siempre me pide cosas extrañas
«¡Mata a tu madre, antes de que ella te mate!»
Hoy estoy castigada, debido a que empujé a un compañerito por las escaleras. Tenía que hacerlo. Ya que Katy estaba demasiada cargosa e imprudente y no me dejaba dormir bien hace semanas. Ella me dijo que si llamaba la atención haciendo algo malo dejaría de meterse con mis horas de sueño. Así que hice lo que me pidió. Empujé a Andrés. Y, cuando los maestros preguntaron, les dije que fue por orden de Katy. Los profesores se miraron asustados y citaron a mi mamá, ya que, según ellos, hasta pude haberlo matado.
Mi madre está molesta, ya que Andrés se rompió la clavícula y ella tuvo que pagar las facturas de la clínica.

A medianoche me despertó con uno de sus acertijos: es fin de mes, y como siempre, sus comportamientos se tornan más agresivos.
«Yo sé quién es María Esperanza. ¿Tú,  sabes quién es?».
La ignoré y ella insistió con lo mismo hasta que le prometí que le haría la pregunta a mi madre en la mañana.

Desayunaba mis huevos revueltos con tostadas y leche, como todas las mañanas, cuando vi a Katy sentarse delante y sacarme la lengua.
Mi madre, que había despertado de mal humor, me ordenó que coma más rápido.
—Sé quién es María Esperanza —dije sin quitar la vista de la taza de leche.
Mi madre disimuló no oírme, pero la noté nerviosa.
—Sé sobre María Esperanza —repetí con un tono seco y golpeé la mesa. Las tostadas cayeron al suelo—. Lo sé todo.
—¡Deja de decir cosas así! ¿Quieres que te castigue por más tiempo? —. Mi madre tiró el paño con el que estaba a punto de limpiar la mesa, pisó las rebanadas de pan y gritó desesperada—. Deja el desayuno y sube al auto.
No la obedecí y seguí bebiendo de mi taza con toda la paciencia del mundo.
—Se hace tarde para que vayas a la escuela. ¡Por el amor de Dios! —gritó mi madre—. ¡Muévete, mocosa malcriada!
Camino la escuela Katy se acomodó en el asiento trasero del auto. Estiró las piernas y comenzó a jugar con sus cabellos.
—Ahora dile que sabes cómo es que desapareció María Esperanza. —Katy hizo el ademán de aplastar algo con ambas manos—. ¿Recuerdas la almohada, mami?
Repetí las palabras tal cual, pero, ya no me parecía un simple juego, me estaba asustando.
Mi mamá, por los nervios, se distrajo y se pasó la luz roja. El auto chocó contra una camioneta y, por la fuerza del impacto, mi madre se desmayó.
—Ella también es mi mamá, hermanita —dijo Katy y sus ojos se oscurecieron—. Me mató con la almohada porque papá nos dejó y pensó que no podría con las dos juntas. Tuvo que elegir.
Al terminar de pronunciar esas palabras Katy desapareció.
Luego de unos minutos llegó una ambulancia y nos llevó al hospital, mientras viajábamos mi madre despertó, quizá por el ruido de las sirenas, o porque ya se le había pasado la conmoción.
—Ahogaste a María Esperanza con la almohada para no mantenerla. Eso me dijo Katy, mamá.
Mi madre comenzó a llorar. El enfermero, como suele suceder con los empleados del seguro nacional, estaba más atento a su celular que a nosotros. Así que no nos escuchó.
—Nunca has tenido una hermana. Ya no quiero que te portes mal, hijita. Casi nos hemos muerto —dijo mi madre sin contener el llanto—. Eres lo único que me queda. Ya no más, por favor, hijita. 

Han pasado semanas desde el accidente y no sé en qué creer. Los psicólogos me derivaron a los psiquiatras para descartar, o no, la posibilidad de la esquizofrenia. 
Katy dijo que mi madre la mató. Mi mamá dice que nunca tuve una hermanita: Mi única certeza es que una de ellas miente.

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