ABSURDO AGRIDULCE

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Hace varias puestas de sol que no tomaba la pluma. No es voluntario realmente. Hay días que pasan demasiado lento, como si el segundero se quedara hipnotizado ante las curvas del reloj de arena, viendo caer cada grano y al final olvidara darle la vuelta...

El esplendor del mediodía irradiaba en el aura de aquel domingo. Solía hacer mucho silencio a esa hora. Los chicos visitaban a la abuela desde muy temprano y regresaban justo al momento de la comida. Sin embargo, aquel día en ese momento, alguien que parecía deambular con prototipos de hierro, arrastraba los pies con la misma disonancia de quien pretende tocar la cabeza y sobar la barriga con diferentes manos al mismo tiempo. Eran pasos descoordinados, torpes. Pero el ímpetu de este hombre no se cortaba con el tartajeo de sus pisadas.

- ¿Cuándo será que podré llegar a esta casa y que me atiendan como se debe? –Se escuchan los desafinados gritos de un ebrio más en la lista de los que han jurado veinticuatro mil veces que sería la última vez.

Como en las casas de antaño, había una amplia porción de patio para cultivar jardines y árboles frutales. Isabel, disfrutando la paz que le transmitía la brisa de verano acariciando sus mejillas, recogía algunas naranjas para acompañar espléndidamente el desayuno que había preparado para su esposo. Sin embargo, habiendo visto la hora en su fino reloj de brazalete, se apresuró también a tomar algunos tomates de la huerta para la comida, que no solía servirla más allá de las dos de la tarde.

- ¿Estoy pintado en la pared o qué? Héctor da un traspié frente al cuarto de las herramientas. El estruendo de toda la orquesta ferretera contra el piso, alerta a Isabel a varios metros de distancia.

- ¿Quién es? – Atiende con voz temblorosa, mientras retiene los tomates y las naranjas entre pechos y brazos.

Se asomó al marco de la puerta que une al patio con la cocina y en un gesto sin nombre deja entrever la mirada compasiva de quien cuida a un inocente, apresurándose a su encuentro.

- ¿Estás bien? Lo siento, estaba en el patio, no escuché cuando llegaste.  Isabel se incorpora para servirle de apoyo colocando su brazo en el cuello. Mientras la miraba desde el suelo, el iris de sus ojos claros se difundía con el sol de mediodía. Poco le ayudaba esto a mantenerse en pie, lo que irritaba su recio carácter.

- ¡No me toques! ¡Que tengo los huevos bien puestos para poder levantarme!

Aunque Isabel escasamente salía de casa, con frecuencia, Héctor no daba crédito de lo que decía. Y aunque parece absurdo siquiera imaginarlo, llegó a pensar en su desequilibrada cabeza, que se la podría ‘jugar’ incluso con sus propios hijos, ahora de 17 y 18 años.

- ¿Dónde has dejado a tus mozos? ¡Zorra!

Justificarlo era una sutil manera de disimular la vergüenza que le provocaban sus actuaciones. Esto era especialmente bochornoso cuando debía hacerlo delante de sus hijos, en este caso de Kenia, que tras escuchar el estropicio, permanecía atónita frente aquella escena. El mismo hombre que traía a casa los más bonitos juguetes y el más jugoso pavo para la cena de Navidad. Ése que reía constantemente en reuniones familiares y quien prestaba sin peros su regazo para contarle historias fascinantes, ahora yacía en el suelo como un paciente cardíaco que apenas conseguía respirar.

- Vuelve a tu habitación, hija. Papá está bien, sólo quiere descansar porque ha trabajado mucho. Sigue haciendo tus tareas, anda.

Kenia tenía 10 años, no comprendía claramente la correspondencia entre lo que veía de su padre algunos fines de semana y lo que admiraba de él en otras estaciones del año. Es cierto, quizás su edad era corta para comprender la incoherencia que se tiende bajo los pies del mundo adulto. Pero una sola cosa era irrefutable: su inconsciente iría construyendo desde ya, un estereotipo de familia. Un modelo que le enseñaba lo que cabría esperar de un hombre y lo que ella, en condición de mujer, debía recibir.

DEL APEGO Y MIL ABSURDOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora