—¡Anne, baja ya!—aquella voz hizo que la pequeña de ojos vivaces dejara caer el anillo que estaba sosteniendo con miedo.
—¡Ya voy!—guardó el anillo en la caja de herramientas y salió del garaje apresuradamente.
Solía matar el tiempo analizando profundamente la forma y las diferentes texturas de aquel pesado anillo, se volvió una especie de tesoro entre su hermana gemela y ella; ambas lo encontraron cavando un hoyo en el nogal de su casa, guardándolo como un gran secreto en la vieja caja de herramientas que ya nadie usaba.
Anne hizo una mueca cundo sintió el olor del almuerzo que iban a comer; sin dudas el guiso de lentejas no era una de sus comidas favoritas, pero sus hermanos lo amaban. Se acomodó en la mesa y esperó a que su mamá le sirviera en su respectivo plato de color verde; Miguel tenía uno azul e Isabel uno rosado, del mismo tamaño, textura y capacidad para que ninguno peleara. Aunque el chico ya tuviera 16 años, le gustaba seguirle el juego a sus pequeñas hermanas gemelas.
—¿Qué hicieron hoy en la casa de la tía Claudia?—les preguntó su padre frotándose las manos para empezar a comer, luego de haber dado las gracias.
Las dos chiquillas se vieron cómplices. Miguel rodó los ojos y las delató en seguida.
—Ambas cavaron un hoyo gigante en su patio pensando que llegarían a China.
Todos, incluyéndolas, rieron alegremente. Empezaron a comer tranquilos, hasta que una de las gemelas se quejó.
—Mi diente va a caerse—articuló Isabel mientras se tocaba uno de sus incisivos flojos.
—Esta tarde te llevaré al consultorio y el ratón de los dientes te visitará por la noche.
Visitar el consultorio casi tres veces al mes era una de las muchas cosas que les desagradaba de tener un padre dentista, más que todo a Anne, quien no paraba de retorcerse nerviosamente cada que le curaban alguna carie.
Aquella tarde, su hermano y madre habían salido a hacer algunas compras para una fiesta que tendría el mayor, eso era lo que menos importaba para la creativa mente de las pequeñas que jugaban en la sala, simulando que el escenario se trataba de un castillo encantado, los cojines eran piedras por las que Anne tenía que saltar para evitar quemarse con la lava caliente que eran la alfombra y el sofá, y poder llegar hasta Isabel, quien estaba casi desmayada en una esquina como una trágica princesa en la espera de la salvación de su hermana. Estaba a un cojín de llegar hasta ella, cuando su padre llegó a la sala y las vio como si fueran dos mandriles cirqueros afuera de una manifestación provida.
Ambas rieron y trataron de ordenar el desastre. Con una cálida sonrisa, el hombre que les duplicaba el tamaño les ordenó que fueran al auto. Anne corrió para ganarse el asiento del copiloto, Isabel pataleó en su lugar con rabia, la primera le sacó la lengua y se jactó de estar en aquella posición. Su padre simplemente rió y les dijo que de regreso a casa, Anne iría en los asientos traseros e Isabel en el del copiloto.
Él amaba su vida; de repente todo le salía perfectamente, la relación con su esposa era de una en un millón, adoraba a sus hijos, y ellos se llevaban de la mejor manera, tenía un trabajo estable y cada vez tenía más pacientes que le generaban dinero, tenía mucho prestigio.
Cuando llegaron al consultorio, la recepcionista las saludó con una sonrisa de oreja a oreja; a la mayoría de las personas que las conocían de les hacía fácil poder diferenciar quién era quién, no era necesario que las vistieran con alguna marca; con el simple hecho de ver a Anne, quien tenía ojos ligeramente más grandes y vivaces, haciendo travesuras y desastres de un lado a otro, ya era suficiente. Aunque otra pequeña diferencia entre las gemelas era que Isabel tenía un lunar cerca de los labios.
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Del Amor a la Fama.
RomansaMe limpié las lágrimas y decidí enfrentarlo. -Soy yo o todo tu show, tú decides. Anne necesitaba urgentemente un nuevo empleo para terminar de pagar sus estudios, pero jamás pensó que cuidar a unos mocosos le llevaría a tener un...