Él luce muerto.
No lo está.
Abre sus ojos y camina a través de la sombra para poder estar más cerca de su muerte. Sus pasos resuenan sobre el piso de mármol, y su sonrisa arrogante y misteriosa destella en la oscura habitación. La luna cuenta sus movimientos, y al verlo cercano al ventanal lo baña con su resplandor de plata. Se detiene junto a este, y la simetría en su rostro luce irreal, como un muñeco de porcelana luciría al despertar.
Su traje luce pulcro; impecable.
Sus manos suaves y sedosas sujetan con delicadeza una larga funda de cuero rojo, sangrienta y obscena contrastando con su tez de ángel. Plasmadas en uno de los lados de aquella piel carmesí se encuentran escenas de lucha, desolación y muerte. Gira el extraño estuche y los acontecimientos son diferentes, alegres y radiantes contra el color que ahora luce como un ocaso puro y delicioso.
No hay más muerte, no hay más vida.
La luna asciende mientras los minutos pasan, alejándose de la destrucción de la Tierra con fingida pena. Las estrellas se han apagado de tanto llorar, como si un martirio cruel e infernal se extendiera bajo ellas tratando de resistir. Su mente libre de pensamientos está despierta en su totalidad, y en sus ojos se refleja la decadencia de su alma.
No está solo, el silencio lo acompaña.
Tampoco está vivo, el dolor lo ha consumido.
Desliza lentamente la funda dándole paso a una gran lámina metálica, casi del largo de una espada. Arroja la funda a un recóndito rincón en la oscuridad de la noche sin nubes. Su sonrisa desaparece y una mueca de intensa concentración se hace presente.
Los ha oído, aquellos profundos susurros de cadenas chocando contra madera. Como un depredador al acecho, se avienta sobre sus rodillas con la elegancia de una pantera, alerta y en posición de defensa. Sus palmas se presionan con fuerza contra el suelo, conteniendo un impulso severo y fatal. Sus pupilas se dilatan permitiéndole ver a través del abismo negro en el que se encuentra. En la esquina más alejada de la habitación en cúspide, la luz que se asoma por la ventana ilumina el retrato vivo y arrogante, cincelado con maestría de una joven dama de rizos de cobre sonriendo con dulzura. Unos momentos después, la luna se escabulle dejando a la zona en una sombría y mórbida oscuridad. La tierna y gentil muchacha de la espectacular pintura ahora luce espeluznante, con sus ojos marrones inyectados en sangre y con la sonrisa torcida y maliciosa. Sus manos sujetan una bizarra fuente de cristal cubierta de orbes color zafiro que piden ayuda con el rastro de vida que les queda. La visión grotesca de aquel cuerpo que tanto conoció lo lleva al borde de la locura.
Ansía sangre, la necesita.
Su paranoia no ha disminuido. Camina en círculos por la bóveda en punta observando los revestimientos victorianos poco visibles en la oscuridad que se ha sumido el mundo. La luna sigue firme en el cielo que le pertenece, no obstante su resplandor incandescente se ha ido apagando hasta convertirse en un murmullo efímero.
Gira y la sonrisa vuelve a su rostro, iluminándolo con un resplandor inocente que oculta sus intenciones. Se aproxima a las grandes persianas que se encuentran a un lado de la ventana, y al deslizarlas aparece una alta puerta en punta antes oculta tras las oscuras coberturas. Es de roble blanco, con detalles tallados a mano precisos y esplendorosos. Las escenas angelicales talladas en sus partes superiores transportan al que las vea a los cielos prometidos. Agarra su mano izquierda y con lentitud excitante desliza del puño de su camisa blanca una llave antigua de bronce. Casi como una sombra, coloca la llave en la cerradura y la gira.
El momento ha llegado.
Desaparece tras los barrotes del otro lado de la puerta sin mirar atrás, con el plan perfecto entre sus manos.