El Descuartizamiento.

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Sentadas ante el ocaso ambas gemelas contemplaban el ultimo fulgor del sol. El rompeolas se interponía entre las embestidas del mar y estas dos bellas mujeres, las que descalzas y envueltas en seda blanca continuaban en su observación. Ellas, muy queridas por su pueblo y estos últimos, ufanos, se jactaban de que su ciudad hubiese dado un fruto tan hermoso.

En su infancia ambas eran iguales, corrían por las plazas de Calicanto, visitaban sus opulentas iglesias dedicadas al Sol Mudo, se les daban ofrendas por parte de Viridias, Umbrofagos y Lampiridos, quienes las amaban como a sus propias hijas.

Entre juegos, risas e insospechados llantos los días transcurrieron, los niños se volvieron hombres, las niñas mujeres, y las gemelas maduraron, y la madurez trajo consigo sentimientos extraños, la belleza fascinante de Veria, la hermana mayor, planto semillas de envidia en el corazón de Alezeia, quien se consideraba menos agraciada que su hermana.

La observación de Alezeia la llevo a notar que su pueblo le miraba con ojos menos brillantes, era su hermana quien les devolvía su resplandor, o quien, según ella creía, se los robaba. Una extraña distancia las separo a las dos, un muro invisible se irguió ocupando el espacio entre ambas.

En la ciudad había contado al menos una docena de estatuas, pero pese a ser gemelas, no podía verse a sí misma en ellas, estas estatuas incoloras creadas por el amor de los hombres le parecían figuras de su hermana. Su pelo negro y que ella misma consideraba sucio como un abismo, no era igual al hermoso pelo níveo de Vería, sus ojos negros y vacíos de brillo no se comparaban a los rutilantes ojos dorados de su hermana mayor.

Con el tiempo dejo de salir del templo creado en su nombre, pues la imagen de su hermana se le había grabado en la mente debido a las estatuas, había dejado atrás la rutina de ver el ocaso con Vería. Su piel se emblanqueció debido a su habito de estar a oscuras, pues imágenes de su hermana podían ser vistas en todo el templo. Su expresión se ensombreció, pequeñas bolsas negras se crearon bajo sus ojos, debido a que incluso en sus sueños Veria le perseguía, exhibiendo el rubor lleno de vida de sus mejillas y una sonrisa blanquecina capaz de acabar con todas las guerras.

Ahora al menos había una diferencia, ahora podrían distinguirla de su hermana y amarla como antes, como en los bellos recuerdos de su infancia. Este no fue el caso. Ahora Veria era adorada aún más, la figura de Alezeia se perdió de la vista de los hombres, pero aún vivía en su palacio, pues su hermana la quería enormemente.

Las doradas aguas del corazón de Alezeia se ennegrecieron, las semillas plantadas anteriormente fueron regadas, y a la sombra de su hermana germinaron, el árbol llamado envidia asentó sus raíces y se apodero de su cuerpo y alma.

Veria noto los cambios en su hermana e hizo todo lo que pudo por liberar su alma de las garras de la envidia, pero ya no había vuelta atrás. Ahora la desgracia le perseguía y no podía ahora ni siquiera verse al espejo, pues veía a su hermana en él. Se arranco sus cabellos negros y sedosos, bellos como las plumas del más hermoso cuervo y los arrojo a la basura, donde ella creía pertenecían. Veria veía aterrada su transformación, pero era incapaz de dar con la causa del mal que la afligía.

El insomnio, con causas anteriormente mencionadas, y el hambre debido a no creerse digna de alimentarse con la misma comida que Veria alteraron la mente y cuerpo de Alezeia, todavía se parecía a su hermana, pero solo en figura y sonrisa, sonrisa que no vería nuevamente la luz del sol al estar a la sombra de su hermana.

Las largas noches dieron lugar a pensamientos oscuros, pero una idea cruzo su mente, una que tal vez podría salvarla. Solo debía parecerse a ella, pensó, ¿pues somos gemelas, cierto? Dialogaba consigo misma. Su conclusión fue mostrada al otro día. Se sentó frente a un espejo con una lampara y todo tipo de maquillajes anteriormente regalados por los hombres, pero que ni ella ni su hermana usaron, como señal de agradecimiento. Se sabía de memoria cada rincón de su hermana, cada expresión, cada rubor, la imagen que tantos días había visto en sueños y paredes le era finalmente de utilidad. Tiño su pelo negro que había crecido del blanquecino más puro que encontró, oculto las bolsas negras de sus ojos bajo hermosos maquillajes y le dio color nuevamente a sus carnes más pálidas con los rojos y rosados más tiernos que las manos del hombre pueden ofrecer. Si ella no era suficiente, solo tenía que hacerse suficiente. No le tomo mucho tiempo emularla a la perfección, pues conocía su andar, la naturalidad de su sonreír y el resplandor de sus ojos similares al sol. Nuevamente, eran indistinguibles.

La Verdad DescuartizadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora