Llegué al Aeropuerto Internacional Suvarnabhumi bajo un sol que quemaba incluso a través del techo de vidrio. El aire era espeso, como si el calor se pegara a la piel. Todo olía a gasolina, comida rápida y perfume barato de las mujeres que vendían collares de jazmín cerca de las salidas.
Me bajé del avión con una maleta ligera, gafas oscuras y esa sensación rara que da volver a un lugar que alguna vez fue todo para ti... pero que ahora parece ajeno.
—¿Gulf? ¡Gulf! —gritó una voz familiar entre el bullicio.
Miré hacia adelante y ahí estaba Bum, mi hermano menor, saltando como si estuviera en un concierto de K-pop. Detrás de él, mis padres, vestidos como siempre: mamá con su blusa floral y sandalias de plástico, papá con camisa manga corta y pantalón caqui, como si fuera domingo todos los días.
—¡Hermano! ¡Te ves como un extranjero de verdad! —me dijo Bum mientras me abrazaba con fuerza.
—No exageres, ¿eh? Solo fueron cinco años —respondí riendo.
—Cinco años, sí, pero mira cómo hablas ya... hasta el acento te está cambiando —dijo mi madre, abrazándome después de Bum.
—Mamá, no tengo acento —reí.
—Sí lo tienes —interrumpió papá—. Ya hablas como esos europeos, ¿no?
—No soy europeo, soy tailandés —dije con una sonrisa mientras agarraba mi maleta—. Aunque no lo parezca.
Caminamos por el aeropuerto entre charlas rápidas y bromas viejas. Mi madre no dejaba de tocarme el brazo como si quisiera asegurarse de que era real, de que había vuelto.
—¿Y qué tal el viaje? —preguntó papá.
—Bien, aunque el último tramo fue brutal. Me tocaron dos niños gritando desde Bangkok a aquí.
—Pobre hijo mío —dijo mamá—. Pero ya estás en casa. Te hice arroz frito con pollo, tu favorito.
—Gracias, mamá —le dije con cariño.
Salimos del aeropuerto y el calor nos recibió como un viejo amigo que no te deja ir. El cielo estaba rojizo por la contaminación, pero seguía siendo ese cielo que conocía tan bien. Las calles bullían de motos, taxis, vendedores ambulantes y carteles luminosos en tailandés e inglés.
Subimos al taxi familiar, uno de esos Toyota Altis con el logo de "Tuk-tuk Taxi" pintado en la puerta.
—¿Y cómo va la empresa? —pregunté a papá. Él se quedó callado un segundo antes de responder.—Bien, bien... Ahora estoy trabajando en algo nuevo.
Sabía lo que eso significaba. No era solo trabajo. Era intentar mantenerse lejos de las mesas de póker, de las apuestas ilegales, de las deudas que casi nos destruyen hace unos años.
Mi madre notó la tensión y cambió de tema rápido:
—Bueno, ya verás cuando veas tu cuarto. Lo dejamos como lo dejaste, pero limpio. Y compré nuevas sábanas, con dibujos de elefantes.
—Elefantes, ¿en serio? —reí.
—Sí, muy bonitos. Muy tailandeses —dijo ella orgullosa.
Durante el trayecto, miré por la ventana. Todo había cambiado y nada había cambiado. Edificios nuevos se mezclaban con los mismos puestos de comida callejera, con los mismos perros vagabundos cruzando sin prisa. Gente en bicicleta, gente en motocicletas, gente gritando por teléfono.
Era Bangkok. Caótica, vibrante, caliente, ruidosa... y mía.
—Oye, Gulf —dijo papá rompiendo el silencio—. ¿Y qué planes tienes ahora que volviste?
—Empiezo mañana en una empresa. Es una práctica, pero parece buena oportunidad.
—¿En dónde es?
—En una firma de inversiones. Se llama... —hice una pausa—. Mew & Asociados .
Mi madre me miró extrañada.
—¿Mew? ¿Cómo el chico Mew?
Asentí.
—Sí. Él.
Nadie dijo nada. Ni Bum, ni papá, ni siquiera mamá, que normalmente no podía callarse nada.
Yo tampoco dije más. Porque sabía exactamente lo que pensaban.
Mew no era solo un nombre cualquiera. Era él . Mi rival universitario, mi obsesión secreta, mi mayor error... o quizás, mi única verdad.

ESTÁS LEYENDO
The Pact of Shadows
FanfictionGulf vuelve a Tailandia con el objetivo de empezar de nuevo... pero una noche de excesos lo arrastra directo al infierno. Al despertar en la cama de Mew -su antiguo rival universitario convertido en jefe de un oscuro imperio criminal-, descubre que...