CAPITULO 10 MARTINA

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 Al día siguiente utilicé las horas del almuerzo para llevar mi auto al  taller mecánico. 

Tengo un empleado, el Sr. José que se encarga del tema, pero hace días que se encuentra  enfermo. 

En realidad,  él se encarga de todas las tareas que no deseo hacer, por un sueldo fijo, que no es mucho pero él valora de modo exagerado, dado que asegura que trabajar aun a su edad es una bendición y lo dignifica y enaltece. 

Además del beneficio extra de estar fuera de su casa algunas horas al día. 

 El organiza mis pagos, hace citas con mis médicos,  coordina  alguna cancelación con las sesiones con Luis, y se ocupa de mis autos. 

Pero han transcurrido demasiados días y José no se deja abandonar por esa gripe feroz que lo tiene atrapado hace días. Y mi auto no deja de avisarme  que el servicio   se encuentra vencido, por ende he decido ir llevarlo yo, algo que me molesta más de lo que pueden imaginar.

No tanto por llevarlo, sino por el momento en que me despido de él y quedo solo parado en la calle a merced de un taxi libre, dado que tampoco, por razones obvias José puede pasar a buscarme y cualquier otro que no fuera José me recordaría lo estructurado que soy respecto de las relaciones. 

José es José,  me ha sugerido que un amigo lo reemplace por unos días, pero  prefiero someterme a un completo extraño con quien me siento con mayor libertad  de tener actitudes de ostracismo rayanas en lo de descortés, sin sentirme especialmente culpable.

Al tiempo que llegaba al microcentro, comenzó a espesarse el cielo, parecía que alguien lo hubiera situado muchos más abajo de lo habitual y se tornó  de un color gris plomizo.

 Las personas aminoraban su marcha,  todo sucedía a un ritmo aletargado, tal vez producto de la repentina baja  presión. 

Yo estaba urgido y todo marchaba contrario a mis deseos, con  calma de esas que huelen  a presagio de catástrofe.

La buena noticia es que el auto estaría listo por la tarde.  Regresaría a la oficina, y luego a buscarlo y retornar a mi casa sentado en mi butaca. No me gusta estar si auto, sin mis autos, y este es mi preferido. Es como desprenderme de una parte de mi ser. Sentarme en mi auto, sentir su motor, escuchar la música a través de su parlantes, tomar mi volante, eso es algo magnífico. 

Al salir de las oficinas del taller, luego dejar los papeles correspondientes, noté desde la ventana que el cielo silencioso y oscuro había sido sacudido por la furia de los Dioses, los arboles se arremolinaban, y la lluvia  descendía en todas las direcciones mientras  el viento jugaba con los enormes gotones de agua los estampaba sin piedad en el rostro de los peatones. 

 La temperatura había  descendido abruptamente. 

El andar cansino de los transeúntes se había tornado en una frenética carrera para refugiarse donde podían. Lo único beneficioso de todo ello, es que mi auto estaba a resguardo de granizo y piedras que se avecinaban una certera realidad inminente.

Muy a mi pesar, tenia reuniones y asuntos pendientes. Estaba mojado, molesto y de no haber sido por ello, hubiera culminado la jornada laboral en ese mismo momento.

Cuando terminé todo lo urgente, con premura y ansiedad le  solicité a la secretaria que me pediera un taxi. Mi auto esta ya listo. Esa era la gran noticia del día.

Media hora de demora, en tanto no se inunden las calles, esa fue la respuesta de la agencia de taxis. 

Con enorme desgano,  cuando transcurrió  el tiempo previsto, decidí  salir a la puerta a aguardar el taxi allí, por temor a que  se fuera sin aguardarme. Las calles estaban a poco de inundarse. 

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⏰ Última actualización: May 20, 2020 ⏰

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