catorce

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     ―Aquí tienes.

     Harry aceptó el café que le tendía la chica de la cafetería y le dio las gracias. Después de pagarle salió al exterior y se vio envuelto de nuevo por el bullicio de gente que el sábado por la tarde atestaba Trafalgar Square. Un grupo de palomas que se encontraba no muy lejos de él llamó su atención. Harry se acercó con sigilo y se agachó para poder atraerlas mientras sacaba del bolsillo del abrigo el envoltorio de las cookies que había comido hacía unos minutos. No quedaban más que migajas pero aquello ya fue suficiente. Se acercaron a él valerosas y dos de ellas picotearon sobre su mano.

     ―Es una lástima―dijo una voz gastada cerca de él.

    Harry levantó la cabeza y buscó la procedencia de la voz. Encontró a una mujer de unos ochenta años junto a él, observando al tumulto de palomas desde su posición.

     ―¿Perdón?

     ―Apenas quedan palomas―dijo la señora con un ápice de desconsuelo en la voz―. Cuando yo tenía tu edad, la plaza solía estar llena, atestada de estas maravillosas criaturas.

     ―Oh―Harry bajó los ojos y contempló el movimiento de una de ellas al alzar el vuelo.

     Era libre.

     Él también quería ser libre.

      ―En el 2003 promulgaron una ley que prohíbe alimentar a las palomas.

     Ante la súbita noticia, de la cual él había desconocido su existencia hasta ese momento, Harry se mordisqueó el interior de la mejilla y se guardó el envoltorio de las galletas de nuevo en el lugar de donde lo había sacado.

     La anciana chasqueó la lengua y le dio un golpecito en la mano, molesta.

     ―Alguien ha de alimentar a estos pobres animales―le arrebató el papel y esparció por el suelo el poco contenido que quedaba. Las palomas se agolparon unas junto a otras alrededor de los pies de la señora y los de Harry, quien sonreía como un niño. ―No sé por qué razón la toman contra las palomas. Dicen que son animales sucios y que dañan las piedras de los edificios, ¿pero es que acaso no somos nosotros, los humanos, los mayores destructores del planeta? Nosotros destruimos el hogar de las palomas, y ahora se quejan de que ellas buscan un lugar donde cobijarse en los edificios que construimos.

     Tomando en consideración sus palabras, sabias como las de un poeta, Harry le dio la razón.

     ―Es la sociedad―convino Harry―. Somos así. El mundo…

     ―El mundo se está quedando vacío, chico―por primera vez, la señora lo miró a los ojos. Tenía unos ojos azules muy claros, tanto que parecían del color de esas playas paradisíacas que sólo aparecen en las películas y que se encuentras perdidas en lugares a los que aún no ha llegado la mano humana―. No dejes que se acerquen a ti―le dio un toquecito en el pecho. Harry parpadeó―. No dejes que se lleven lo mejor de ti. No dejes que vacíen tu corazón―hizo una bola con el papel y se encaminó a la papelera más cercana, donde lo depositó y siguió con su camino.

     Harry no se movió. Permaneció con los ojos clavados en la anciana, que no debía medir más de metro sesenta. La siguió durante su camino hasta el paso de peatones, y allí, una vez hubo cruzado y se hubo adentrado en una calle que se alejaba de Trafalgar Square, la perdió de vista. Para siempre.

      Algunas palomas seguían congregadas a su alrededor, buscando los últimos restos de galleta. Con la imagen fresca en su mente de la anciana alimentándolas, recordó que existía cierta foto de Elisabeth Taylor dando de comer a las pequeñas criaturas, y que ésta se encontraba en la National Portrait Gallery. Tomó nota de qué debía pasar por allí antes de regresar a casa.

Mariposas Perdidas | Louis & HarryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora