El ruido del avión es ensordecedor, nos han dejado apiladas en un compartimento prácticamente vacío, a excepción de nosotras y de una pequeña pantalla que retransmite lo que está sucediendo. Gente corriendo por las calles intentando llegar hasta el refugio, edificios desplomándose presos de las llamas creadas por los soldados, que parecen querer asegurarse de que no quede nadie con vida. La imagen cambia y enfoca una plaza cuya calzada está teñida de rojo, un hombre ha cogido una escopeta y está disparando a los que intentan llegar al refugio, mientras grita que ya no caben más personas.
Una luz roja comienza a parpadear a mi derecha, pasan uno, dos, tres segundos. La luz se torna verde. El suelo desaparece bajo nosotras. Nos dejan caer. Resplandores, gritos, disparos y sirenas nos reciben. Nos precipitamos hacia el suelo tan rápidamente que no nos damos cuenta de que el tiempo ha debido detenerse, porque la gente sobre la que caemos ya no corre ni se mueve, solo mira al cielo horrorizada. Nos miran con el terror reflejado en sus ojos. Ya no se escuchan ni gritos ni disparos, ni siquiera el escuadrón de aviones que nos ha dejado caer y que ahora se aleja de la ciudad. Todo parece estar en silencio, sin embargo en el último segundo, justo antes de que roce el suelo, oigo un susurro. Una mujer está parada en medio de la calle con un bebé en brazos. Va descalza, en pijama, lleva el pelo revuelto y la sangre que nace de su mejilla se mezclan con las lágrimas que bañan su rostro. Está paralizada, a excepción de sus labios que se mueven despacio. Su rezo termina cuando toco el suelo. El niño se revuelve, ella lo abraza una última vez. Entonces yo estallo, explotamos todas al mismo tiempo arrasando la ciudad.
Después, como sucede siempre tras un bombardeo, el silencio y la muerte caminan entre los escombros.
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Relatos cortos
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