Laberinto recurrente

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La joven caminaba por donde la llevaba el laberinto. Con tranquilidad absoluta se paseaba por esos pasajes misteriosos, disfrutando cada instante. Se suponía que no sabía dónde estaba; sin embargo, esas vías de tierra y losas descolocadas le parecían tan familiares como su propio hogar. Presentía que ya había estado allí antes.

Gozaba la fragancia traída por una reciente lluvia, habiendo mojado las hojas oscuras que eran parte de los grandes arbustos funcionando como paredes. Su cabello empapado le caía sobre los hombros, y divertida giraba cual bailarina con sus pálidos pies descalzos. Nunca se sintió más feliz que en esa situación, en aquel pacífico entorno, totalmente sola.

Entre tantas vueltas, cree llegar a un lugar que no recordaba, pero que aún reconocía con certeza que había visitado. Del otro lado de un arco, en medio del muro a su izquierda, se encontraba un hermoso jardín de rosas azules, rodeando una bella fuente. Ella no puede evitar entrar, pues adoraba esas flores, y ya deseaba rozar con las yemas de sus dedos aquellos delicados pétalos. En ningún momento se cuestionó la razón del tan peculiar color que poseían, pero para esa duda estaba a punto de darse una respuesta.

–Construí este jardín para ti, Miranda –habló una voz masculina desde algún sitio.

–¿Eh? ¿Quién es? –pregunta la ahora confundida chica, volteando para mirar a su alrededor, sin ver a nadie–. ¿Cómo sabe mi nombre?

–Tú misma me lo has dicho –dice nuevamente la voz–, varias veces. Nunca puedes recordarlo.

Esta vez, escucha con atención para captar de dónde provenía. Al fin lo descubre; salía de la fuente. Se acerca al borde de piedra algo antigua, y se asoma hacia adentro. En lugar de ver su propio reflejo en el agua, observa a un chico. Antes de que pudiese cuestionarse las cosas extrañas que estaban sucediendo, una espesa niebla se levanta. Le cuesta cada vez más distinguir al muchacho, lo que la frustra, hasta que es completamente cegada.

Miranda despierta.

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