Capítulo cuatro

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Capítulo cuatro.

Lovino estacionó el auto frente a su casa en una maniobra digna de una carrera de fórmula uno, dejando la huella de las llantas en el asfalto. Afuera el sol ya estaba en lo alto, debía ser pleno mediodía.

—Otra vez esos malditos bastardos nos tomaron toda la noche ¡Y toda la mañana! Voy a matarlos —rumió las palabras calzándose los anteojos de sol.

—Oh, fratello, pero si ya lo has hecho —sonrió divertido Feliciano en el asiento del copiloto echándole una última mirada al espejo del parasol antes de volver los ojos color miel hacia él—. Necesito un capuccino y quizás una ciambelle, vee~

—Yo me voy directo a la cama y cuando me harte de dormir cuanto se me de la gana tomaré el maldito desayuno —destrabó la puerta pero su hermano lo tomó del brazo impidiendo que saliera— ¿Y ahora qué, maldición? —con la mirada le señaló una mancha de sangre en la camisa. Bufó y cerró los botones del saco entallado para ocultarlas antes de salir al sol del mediodía.

—Oh, mira, fratello... —le señaló su hermano el otro lado de la calle. En la antigua floristería que permanecía cerrada hacía años, un nuevo dependiente cantaba a viva voz mientras acomodaba en la entrada macetas y ramos de flores— Puedo acostumbrarme a esa vista —sus ojos se encendieron con picardía por encima de los anteojos de sol un instante al ver al dependiente acuclillarse de espaldas a ellos dándoles una exhibición gratuita de sus torneados glúteos.

Lovino, conociéndolo de sobra, rió por lo bajo pero se ahogó en su propia risa al descubrir al nuevo florista. Éste se giró hacia ellos con una sonrisa brillante en el rostro y unos ojos verdes resplandecientes. Seguía cantando alegremente cuando los saludó con el brazo en alto al notar que era observado y siguió con sus quehaceres. Lovino no podía estar seguro si lo había reconocido o si lo recordaba siquiera.

—¿Entonces no quieres el desayuno ahora, veeee~?

Feliciano caminó silbando por lo bajo hasta la puerta de la casa y él se obligó a seguirlo. Conocía esa voz serena y melodiosa que entonaba las notas de una canción típicamente española y agradeció que su hermano no lo recordara. Insultó por lo bajo al darse cuenta que en el interior de la casa se seguía escuchando, aunque distante, el canto alegre del florista.

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Sacudió de su mente los recuerdos de aquella noche bajo la lluvia y volvió a la realidad.

—Dime, dime, fratello, me veo bien ¿Verdad?

Se había apoyado contra el umbral de la puerta de la habitación con los brazos cruzados mirando el completo circo que estaba haciendo su hermano yendo de un lado para otro midiéndose diferentes prendas de ropa. Parecía que, por primera vez en la hora que llevaba en eso, se había decidido por un traje de sarga de seda azul claro con una camisa entallada gris perla. Se plantó frente al espejo posando en distintos ángulos y sonrió con satisfacción esperando la respuesta.

—No entiendo qué es lo que te preocupa tanto —bufó con molestia ante aquella sonrisa—. Todo lo del maldito armario te queda bien... —su sensor de sinceridad marcó el rojo así que se apresuró a corregirse— Es decir... ¡Maldición! Podrías ir desnudo si quisieras ¡A mi me da igual! —desvió la mirada a la puerta del balcón desde donde ya se veía el sol bajando.

Feliciano sonrió con cierta malicia encantado con la crítica recibida.

—Quizás te tome el consejo la próxima, fratello, grazie mille —volvió a dejar en su rostro una expresión de exagerada inocencia y se acercó a su hermano para estamparle un beso en la mejilla.

El lenguaje de las floresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora