DOMINGO NEGRO

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¿Cuántas gotas hacen falta para rebosar un vaso? Algunos se apresuran al decir ‘sólo una’. En realidad, depende de la capacidad del recipiente. Aunque algunos parecieran no tener fondo…

Transcurrieron al menos cuarenta minutos, hasta que finalmente se vio vencido por el sueño. Isabel intentaba moverlo infructuosamente colocándolo sobre su espalda, mientras su delicado torso se desfiguraba ante el peso de un saco casi inerte de huesos y carne. Kenia, observando atentamente la situación, reacciona pasando a su madre una sábana, de modo que pudiera deslizarla bajo la espalda de Héctor para moverlo con mayor facilidad. Tras varios tirones sobre el piso del corredor, por fin logran llevarlo bajo techo. ¡Qué orgullosa se sentía Isabel de su niña! Le abraza con ternura y rápidamente vuelve sobre el mesón para concluir la comida.

Con frecuencia, una de las virtudes que resaltaba Héctor era su buena sazón. Presumía su talento para cocinar con conocidos y amigos, aludiendo inclusive, que éste era el motivo por el cual la había elegido. Como si su valía se limitara al arte de maniobrar con agilidad una suerte de ollas, cucharones y especias rigurosamente esparcidas en el plato. No obstante, con una cuenta emocional en déficit, carente de auténticas muestras de afecto, estas palabras resultaban realmente un halago para ella, por lo que se esmeraba constantemente en este oficio.

Un par de horas más tarde, con algunos ingredientes ya en el punto de cocción, el fuego en el quemador comienza a tornarse más anaranjado. Unas chispillas intermitentes dan el último campanazo. Isabel sopesa la pipeta y se da cuenta de que, efectivamente, no quedaban más que aquellas impurezas que se van colando en la botella, en el fondo, como una especie de sedimento líquido. Por aquel entonces, era costumbre vaciar la pipeta para cerciorarse de retanquearla con el mayor contenido de gas posible.
Cuanto menos líquido, el peso de la pipeta se llenaría con más combustible útil para el quehacer culinario. Alguna forma de ahorro doméstico, pudiera decirse.

El domingo no era precisamente el mejor día para quedarse sin gas. Las tiendas del pueblo cerraban desde el sábado por la tarde y los expendios de leña sólo abrían a primera hora de la mañana.

- ¿Isa? – Se escucha en medio del regurgitar de Héctor, que luego de una siesta, yacía sentado en la cerámica, con la cara ligeramente apoyada sobre el retrete.

- Amor, ¿dónde estás? –En ausencia de respuesta, se incorpora como puede y tira de la palanca para dejar los recuerdos de la noche en el alcantarillado.

Sale del baño hacia la cocina, pero no ve a Isabel. Se pasea entre los dormitorios, notando la presencia de su hija menor. De repente, el rechinar de un sonido muy agudo recorre su sien derecha hasta la base de sus dientes. Se sentía como el arrastre de una silla metálica contra un piso embaldosado. Caminó sigilosamente en dirección de aquel sonido, era Isabel.

- ¿Qué haces, ya estás tan oxidada que no alcanzaste a llegar al baño? –Le dice en tono de burla, mientras enciende un cigarrillo.

- Lo de oxidada, puede ser, pero no estoy de cuclillas precisamente porque esté orinándome en el patio. Se acabó el gas, estoy preparando la pipeta para rellenarla, ¿dónde estuviste ayer?

- ¿Ahora tengo que darte las explicaciones que no le daba ni a mi madre? –Responde arrogante, sintiendo el humo transitar poco a poco desde la tráquea hacia sus pulmones.

- ¿Dónde están los chicos?, he visto sólo a Kenia en la habitación.

- Están visitando a la abuela. Necesitaba una mano con algunos trabajos de carpintería.

El cigarro se consume lentamente...

- ¿Podría decirse que estamos solitos entonces? –La levanta del suelo, tomándola de debajo de sus brazos y una vez de pie, busca sutilmente su derrière, deslizando sus manos por debajo de la falda.

- Eso parece. – Isabel se retira con desdén, volviendo sobre la pipeta en el piso para continuar drenando líquido y entre tanto, se dirige a él una vez más.

- Héctor, tengo 18 años casada con un hombre que cree que ser un buen marido consiste sólo en proveer y tener sexo. Mientras que la virtud de la mujer es probaba bajo una lupa implacable que exige desenvolver perfectamente el papel de mujer, hija, madre, ama de casa, amiga, empleada y cuantos roles puedan caber dentro de estas cinco letras.

- ¿Qué quieres decir? –La mente de Héctor se esfumó en los segundos transcurridos entre la primera y la última palabra pronunciada por Isabel, pero la inercia para evitar el silencio, le llevó a hacer esta pregunta.

- Me refiero a que tenerte equivale a tener un retrato tuyo en la mesa de noche. No interactúa, no está presente, no cambia. Sólo está para adornar. –Isabel había traspasado la delgada línea entre la sinceridad y la insolencia, permitida por aquel entonces. Sin embargo, el deseo de Héctor se sobreponía indómito frente a la posibilidad de razonar sobre sus palabras.

- Pero entonces podemos arreglarlo ¿no? –Con el hedor aún en su boca, intenta besarla cerca de su oído, pero el eco de los insultos, proferidos hace un par de horas, retumbaban al interior de Isabel.

- ¡No, no es así cómo se arregla! Mejor vete al otro lado del patio, la ropa va a quedar impregnada de humo.

Y así sería, pero tristemente, dentro de una escena dantesca…

El rechazo puede producir muchos efectos. La perseverancia, frente a la posibilidad de hacerlo mejor; la tristeza de no haberle persuadido; o la ira, alimentada por la contundencia de un ‘no’ que lo obligaba a retroceder en su curso. El alegato de su mujer aquella tarde, sobre inconformidades y quejas como marido unido al desprecio que a menudo funcionaba bien para desarmarla, no podía más que coincidir con una infidelidad calculada o bien un intento de ella. La desquiciada idea de compartirla con otro hombre mientras él se ausentaba de casa, pasaba una y otra vez como un búmeran de imágenes en su cabeza, que terminaron por sacarlo de juicio.

Mientras se alejaba de Isabel, las gotas condensadas de gas continuaban humedeciendo parte de sus zapatos y vestidura. Héctor, prosiguió algunos pasos más, hasta que el sonido de la válvula era casi imperceptible a su oído. Varios metros de distancia, aseguraron la seguridad de su perímetro y sin pensarlo demasiado lanza la colilla encendida a los pies de Isabel.

Los tres átomos de carbono y ocho de hidrógeno reaccionaron de inmediato a la combustión. Las llamas enardecidas envolvieron desde el último de sus cabellos hasta los vestidos ajustados entre espalda y caderas, envolviéndola como crisálida. Sus ojos, salvados por el reflejo oportuno de sus brazos, permanecían cerrados mientras el fuego ardía dentro de sí como antorchas desbordadas en un frágil candelero. Dentro, se escuchan los gritos desesperados de Kenia que intenta salir ilesa mientras sus piernas arden al compás de las llamas.

Por unos segundos, el infierno permaneció absorto ante la incandescencia del acontecimiento.

Desde aquel día el sol no brilló con el mismo fulgor, especialmente para Fabio y para Wilson, quienes inocentes de lo realmente sucedido, no paraban de lamentar el no haber estado en casa aquel día para ayudar a su madre a trasladar la pipeta de gas que por el choque contra el piso había dado una chispa que iniciaría la tragedia. Otra justificación absurda, y no lo última, que daba Isabel para evitar rebosar el vaso de sus hijos, que bastante bien conocían ya los ultrajes de su padre. Sí, el vaso de sus hijos, porque en el de ella, inexplicablemente, esta gota no sería la última.

DEL APEGO Y MIL ABSURDOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora