Parte I

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 |   D R A C O   |

— ¡Expecto Patronus!

Draco agitó la varita en el aire, expectante, en medio de la oscuridad del Bosque Prohibido. Como la última docena de veces ese día, no hubo ningún resultado, ni siquiera un patronus incorpóreo o un destello blanco, simple y llanamente nada. Para ese punto ya no había frustración o ira, solo desoladora decepción, la misma que parecía seguirlo desde el inicio de su sexto año en Hogwarts y que de a poco lo estaba ahogando, vaciándolo como los dementores que esperaba poder repeler algún día con ese hechizo.

Levantó la vista al crepúsculo que se divisaba entre las abundantes copas de los árboles, pronto anochecería por lo que debía salir de ahí, si en el día tenía que ser cuidadoso en el Bosque, no quería imaginar las criaturas nocturnas que lo rondarían en las sombras. Tomó su bolso y salió con pasos lentos, la verdad es que ir a las mazmorras tampoco resultaba tentador, estar en el colegio en primer lugar era asfixiante pero no le quedaba ninguna opción después del ultimátum que había recibido ese verano por parte del Señor Tenebroso.

Cuando finalmente estuvo en el camino al lado de la casa del guarda bosques, los últimos rayos de sol acariciaban las copas y alargaban las sombras por la colina, se detuvo un momento en la senda para tomar una larga bocanada de aire fresco luego del viciado ambiente del bosque; olía al humo de la cabaña del semi gigante, pasto y el delicado aroma de las flores de primavera que florecían tardías. No se dio cuenta en qué momento había cerrado los ojos y echado la cabeza hacia atrás, pero había funcionado, sentía sus músculos destensarse levemente después de horas tirantes como cuerdas de violín.

Al retomar su camino se percató de que había más personas subiendo por la vereda, un nutrido grupo de gryffindor en sus uniformes de quidditch que entre empujones y risotadas avanzaban adueñándose del sendero. Fue sencillo distinguir la figura de Harry Potter entre las demás, incluso con la falta de luz Draco podía reconocer su peculiar cabello y sus gafas redondas. La visión lo dejó calvado en su lugar, con los ojos fijos en él.

Si había otra cosa aparte de su misión como mortífago capaz de hacer a su corazón sentirse pesado y su cuerpo saltar como si estuviera en un duelo era Harry Potter. Era de esa forma desde que se conocieron, pero hasta ese julio recluido en la mansión, con mortífagos paseando por su hogar y su Señor sentado en la mesa del comedor, es que fue capaz de ponerle nombre a aquel sentimiento. No fue hasta una noche que se despertó por los gritos de un muggle siendo torturados que se dio cuenta que el deseo irrefrenable de que Potter estuviera con él, confortándolo como parecía hacer con todos, salvándolo de su propia familia, ofreciéndole su mano, que supo que no solo deseaba su ayuda como un héroe. Que de pronto la imagen de Potter no solo le hacía sentir protegido sino también cálido.

Ese verano lo había reconocido, en medio de su odisea no le quedó demasiado tiempo para vacilar y reflexionar, solo lo aceptó, era una verdad tan simple como que necesitaba aire para vivir. Fue liberador y doloroso al mismo tiempo.

Ahora, alejado e inmóvil entre las sombras, sintiéndose cobarde, sucio y oscuro, entendía que la resignación era su única vía. Solo se quedó al lado de la destartalada estructura de piedra, anhelado de forma dolorosa que las cosas hubieran sido diferentes, que el hecho que la menor de los Weasley caminara pegada a Harry no fuera la respuesta a una pregunta que aún no se había atrevido a hacerse.

La enérgica alegría de los leones dejó un silencio abrumador detrás, desaparecieron por la entrada del vestíbulo trasero del castillo. El sonido de una pesada puerta abrirse le hizo girar, encontrándose al enrome profesor viéndolo con una mal disimulada desconfianza.

—¿Necesitas algo? —cuestionó entrecerrando los ojos. La luz de la chimenea derramándose a su alrededor oscureció su ceño fruncido.

—No, no gracias —murmuró negando con la cabeza.

El otro ciervoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora