II

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El ascensor era lo suficientemente grande para que todos cupieran sin problema alguno. La pantalla frente a sus ojos anunciaba algo que jamás pensó iba a suceder en su trabajo en La cueva. Estaban yendo al piso cinco.

El piso prohibido.

Sin poder impedirlo, comenzaba a removerse incómoda, pero una mirada penetrante de un gigantón la dejó paralizada en su lugar. Tenía que pensar fríamente. Ella podía salir de esa.

Como dijo Grettel, la culpa no había sido suya.

Ella ni siquiera había iniciado nada. Su único propósito en ese lugar era obtener el medicamento de su madre. ¿Cómo lo conseguía? Robaba un poco de las pastillas inútiles de su propia casa, las entregaba en el club, le daban montones de bolsas que ella debía repartir gustosa sin poner un pero, después recibía un porcentaje de comisión, más las pastillas que ella daba.

Al final, todo ayudaba a su madre.

Ella jamás quiso estar ahí. Pero la necesidad es cabrona.

—Muévete mierdecilla—Dijo un gigantón empujando al hombre... o intento de hombre hacia una habitación.

La iluminación en el quinto piso era más clara. Meg fijó su atención en una pared, había un espejo de pies a cabeza, de seis metros de largo. Camino de lado a lado, observando su reflejo. Quería gritar.

Ella nunca se había considerado a sí misma como una mujer poco agraciada, era bastante consciente de sus dotes, y de lo que podía obtener con ellos. Pero ahora, su copia le regresaba una mirada analítica. Pues su aspecto era poco más que atractivo, y eso debido a su parte inferior. El vestido de brillos plateado estaba pringado con gotas rojas en el lado del seno derecho. Su cabello que antes se encontraba en ondas chocolate perfectas, ahora era sólo un revoltijo de nudos, tenía miedo de tocarlo y llevarse la sorpresa de mechones caídos. Porque estaba segura que había arrancado algunos con tanta fuerza bruta.

—Pinche loco—Dijo de la nada.

Atrás de ella una risa captó su atención. Se giró con rapidez, todos los guardias estaban mirando hacia al frente. Meg enarcó sus cejas, estaba segura de que alguno había reído.

Tras al menos diez minutos más, los guardias recibieron un anuncio a través de sus auriculares, podían entrar a la habitación y sacar al hombre, o lo que quedó de él. Meg observó la escena con los ojos bien abiertos de par en par, se llevó una mano a la boca, el borracho había quedado irreconocible, su rostro era un revoltijo de piel, sangre y algún liquido viscoso, olisqueando el aire identificó su procedencia, gasolina. ¿A caso iban a quemarlo? Ahora entendía el porqué de los gritos.

Meg ya no sentía tanta confianza.

Con pesar trato de limpiarse los rastrojos de sangre seca del vestido, pero era imposible. Lo mínimo que hizo fue pasarse los dedos por debajo de los ojos, quitando los manchones negros de rímel y delineador. El labial hacía tiempo se había ido, ahora sólo quedaban unos labios rosados y magullados.

No soportaría morir.

Ella no quería morir y dejar a su madre sola.

¿En qué clase de hija la convertiría? Meg estaba convencida, ella tenía que defenderse a sí misma. ¿Salir quemada e irreconocible? ¡Jamás! Esa noche, no entregarían su cuerpo en ninguna bolsa.

No supo exactamente cuánto tiempo había pasado, pero los gigantones la llamaron. Aunque la realidad fue que la llevaron a otra habitación, unos cuantos metros alejada de la cámara de tortura por donde salió el borracho. Sus hombros comenzaban a doler por la presión ejercida.

Tóxico ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora