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Miró con indiferencia su reflejo en el gran espejo. Su vestido blanco como la nieve, de fina tela y extenso velo le disgustaba, odiaba el velo con blancas rosas que cubría su rostro. No debía ser él quien se fuera a casar, no era su destino, estaban forzando las cosas a peor. Sus verdes y pálidos ojos apreciaban su cuerpo casi expuesto en mueca de asco, se sentía como un objeto.

Sus padres solo lo veían como una alternativa más decente en comparación a su hermano. Su madre adoptiva, una arpía de búho real de esplendida belleza y cruel personalidad desprecio a su hijo biológico y lo de ahora solo era una muestra de aquello. Su padre, de bondadoso corazón pero ciego para juzgar acciones solo obedecía a las palabras que soltaban los labios de la arpía. Ella lo manipulaba de tal forma que logro hacerse con el control de reino fácilmente, y la sociedad lentamente fue cayendo bajo su hechizo. David, en cambio, totalmente contrario a su madre parecía solo tener piscas de maldad al hacer alguna travesura propia de hermanos. Sus ojos reflejaban inocencia propia de un animal, su sonrisa siempre notoria brillaba en la habitación que se encontrase compartiendo la felicidad con los que estuvieran cerca. Su hermano, a pesar de ser adoptivo, era de las pocas personas que anhelaba fueran felices por siempre. Por eso le dolía tanto estar vistiendo aquel vestido.

El destino parecía odiar a su hermano, que ofrecido en santo matrimonio fue rechazado por los reyes de Karmaland.  Los cuales lo consideraron una mala influencia para el príncipe Samuel de Luque. Pero ojos ciegos hacían ambos reinos a la relación que florecía entre ambos príncipes, una flor de caos y otra de orden unidas por el tallo de las enredaderas del jardín de la realeza. Era un secreto a puertas cerradas el que ambos príncipes estaban juntos, y el confidente más leal era Guillermo. Por eso le dolía en corazón ver su reflejo en aquel vestido de bodas, no debía ser usado por él, no debía ser el que caminase al altar, no debía ser él quien jurara a los ojos de los dioses amor eterno a alguien que no es dueño de su corazón.

Samuel de Luque, príncipe criado para la perfección, maestro de la espada y el arco, organizado y pulcro. No había algo que hiciera mal a parte de amar. David, híbrido de arpía y humano, despreciado por su madre, amante de las explosiones, desordenado y a su propio estilo. Amante de los animales y el arte de dibujarlos, no eran secreto las miles de cartas que enviaba a su amado, dibujos de corceles y venados, búhos y colibríes, todos finamente detallados y una delicia a la vista del ojo experto. Samuel solía visitarlo a escondidas con la excusa de “querer conocer más a su futuro cuñado” y pasaban las tardes en el jardín real donde David estaría dibujando algún retrato para Samuel, se dedicarían poemas de algún poeta famoso y se reirían de un humor que solo ellos comprendían. Guillermo lo sentía, podía sentir el hilo del destino del que tanto hablaban los poetas existir entre ellos. Era contagioso incluso, realmente lamentaba la decisión tan injusta de sus padres por negar la unión entre ambos príncipes.

Era el día de su boda, el día más feliz de su vida según decían los cuentos que leía de pequeño. Donde sería llevado al altar por su padre mientras cargaba el ramo de las flores más preciosas y bellas del reino, donde todo el mundo asistiría contento y orgulloso, felicitándole por su suerte. Donde tendría la bendición de los dioses el resto de su vida, garantizándole un reinado esplendido junto a su pareja. Podía ver a Samuel esperándolo con una falsa sonrisa, esos ojos violáceos que alguna vez brillaban con el brillo de mil estrellas yacían apagados esperando el cruel destino. Entre las primeras filas estaba David, mirándolo con falsa alegría mientras el brillo propio de sus ojos ámbar se apagaba, podía sentir el dolor en su corazón tras cada paso que daba. Pediría ayuda a los dioses a través de gritos internos que morían en lágrimas que caían por su rostro, el público pensaría que son de felicidad, pero solo eran de dolor.

Ambos hombres darían sus votos a la vista de los dioses, profesándose amor eterno, amor duradero, amor falso. En el momento donde se preguntase al público si alguien estaba en desacuerdo, su corazón rogaría por David, que se levantase de su asiento y peleara por su amor por Samuel, pero el destino es cruel sobre los tres muchachos. Guillermo espera con la mirada fija en David, que solo se muerde el labio, Samuel mantiene su vista fija en el suelo esperando que todo acabe. Para cuando la única respuesta fue el silencio, se les declara unidos en santo matrimonio. Ambos hombres se inclinan en el beso más lastimero de la historia, frio y superficial mientras todos aplauden.
Esa tarde buscó por todas partes a su hermano David, el cual parecía haber desaparecido tras la ceremonia. Samuel como una maquina sin sentimiento se dedicó a recibir las felicitaciones de los invitados, con una falsa sonrisa pintada en su rostro.

La noche de miel durmieron separados en la misma cama, no se tocaron, no se hablaron. Había dolor en ambos corazones, uno dolía por traicionar a su ser más querido y el otro lloraba por su amor perdido.

Cuando despertó estaba solo junto a una carta delicadamente escrita por Samuel, cortésmente se despedía, jurando volver cuando encontrara a David. Deseándole la mejor de las suertes y pidiéndole como último deseo entregar su mensaje al reino.

Habían pasado los años y no había rastro de los amantes. Guillermo nuevamente se había casado, esta vez con el príncipe de la tribu de osos del sur. Era un chico agradable, alto y de cabellos albinos similares al suyo. Tenía una energía similar a la de su hermano y quizás por ello le había cogido un poco de cariño. El chico tenía hobbies simples, le gustaba cocinar, observar animales y se dedicaba a la caza. Era torpe como David pero lo compensaba con su fuerza bruta. Siempre vistiendo su característico gorro de oso. Realmente sentía que podría enamorarse por primera vez del hombre.

Un día mientras charlaban, Rubius le hablo de sus amantes pasados.

Cuando escucho el nombre de Samuel, no dudo en cuestionarle sobre su paradero, con la esperanza de escuchar de David también, pero la información que recibió no dejó a su corazón quieto.

Solo fue un romance de una noche, donde Samuel lo había rescatado de una pelea a muerte con arpías del viejo mundo. Y como pago ante ello le entregó su cuerpo.
El viajante no le habló más allá de preguntarle por el joven hibrido de arpía. Rubius no tenía información sobre David, y su encuentro con Samuel había sido hace tres largos años donde posiblemente ya había abandonado las tierras de Karmaland.

Ambos esposos estaban sentados en el jardín, mirando las flores que crecían esa primavera, observando el gran azul del cielo nocturno consumir los últimos rosas del atardecer. Sus manos estaban unidas en un suave agarre, la delicada y fina mano de Guillermo contrastaba con las garras y rudeza de Rubius. En un inicio recuerda el temor que le causaba el híbrido, sonrió ante el recuerdo y le plantó un suave beso en la mejilla lo cual tomó por sorpresa al más alto. Rubius lo miró curioso por la sorpresiva muestra de afecto, Guillermo solo sonrió.

Mientras el peso de la corona caía sobre sus hombros, Rubius se había vuelto su pequeño espacio de felicidad entre todo el tormento que vivía. Una sonrisa con colmillos que atraían su lado caótico, ambos amantes del caos y destrozos, tenían su pequeño espacio feliz en aquel jardín que alguna vez refugió a dos amantes en un pasado distante y agrio.

El Peso de la CoronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora