32. RUEGA SU PERDÓN

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El aire que apenas entraba en mis pulmones se podía considerar plomo, hipnotizada regrese a la realidad, actuar como el resto nunca ha sido mi plato fuerte, dejarme llevar como las cabras en el monte quedaba tachado de mi lista de propósitos, pero...

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El aire que apenas entraba en mis pulmones se podía considerar plomo, hipnotizada regrese a la realidad, actuar como el resto nunca ha sido mi plato fuerte, dejarme llevar como las cabras en el monte quedaba tachado de mi lista de propósitos, pero podía añadir un objetivo nuevo, el segundo para ser exactos. Aparte de mi libertad, me urgía alejarme lo más que pueda del imbécil, me temo terminar como Sindil, vestida y descompuesta.

—¿Hombres?, ¿dónde? —reaccioné mirando a la pared.

—Leah no me tentéis —. La presión que ejercía en el fino delantal degastado era abrumadora, a este paso terminaría quebrajándose.

—Sois un herido —recalqué la verdad metiendo un dedo en la llaga, figuradamente, mi índice derecho poso en la apertura rojiza más cercana en su hombro.

Funcionó, sus ojos fueron la luna llena, arqueando la espalda contuvo un grito soltándome al fin. Aproveché la oportunidad retirándome de su habitación, muchas emociones en una sola mañana y esto solo acaba de empezar. Antes de atravesar la puerta lo escuché.

—¿Vais a abandonar un herido? —. A excepción de otras veces su voz era suplicante. Entre el dilema de girarme e ignorarlo paré. Una vez reconstruida mi respiración repase la maldita situación.

—Avisaré para que os atienda —era lo único que daba mi cerebro de sí.

—Hacerlo vos —su notó autoritario hizo acto de presencia, este es el Deacon al que estaba familiarizada.

Si decido quedarme me pongo en riesgo, tiemblo, me quedo sin aliento y el nerviosismo me controla. Era Deacon, el imbécil que se aprovecharía de la situación y da la casualidad de que era la excepción de las mujeres, bueno eso es en parte verdad. Cualquier hombre sería mejor que él, tener lo que fuera con el amante de las Blumer sería caer demasiado bajo hasta para alguien como yo.

Lo desamparé a su suerte, aunque las ganas de ir a cuidarlo me inundaban, si Briseida estuviera en esa situación no dudaría en ayudarla, teniendo en cuenta todo lo que me ha causado demuestra mi desequilibrio mental, así era yo.

La mayoría de empleados se tomaron el día libre, solo cocine, mientras Merna curaba a Deacon, mañana tocaba lo fuerte, limpiar la mansión entera y con la juerga que se estaban tomando todos los empleados me tocaría la ardua labor.

Lo malo de tanta paz era el aburrimiento, hicimos el almuerzo y cena a la vez, no había nada que hacer. En plena tarde me encontraba sentada en los escalones de la entrada a la mansión.

Me parecía tan ridícula que hace tantos años ansiaba ser la señora de algo similar, como te hacia cambiar tu visión la vida misma. Cruzada de brazos miré a la nada, esperando cualquier cosa, tener tiempo para pensar en el imbécil no me ratificaba.

—Aquí andabais, no os llegáis a imaginar lo difícil que es hallaros —acompañado de hipo y una pésima vocalización se tambaleo sentándose a mi lado uno de los soldados.

No conocía de nada al moreno que bebía de morros de una botella oscura, otro borracho, estaba claro que siempre que aparecían estos indeseables con tragos de más nada bueno me reparaba.

Por instinto me levanté, pero unas de sus manos me sujetaron ambas rodillas lanzándome contra el macizo mármol del escalón. El guantazo que le pegué fue tal monumental que la botella se destrozó contra el mármol gris, su mejilla roja palpitaba y mi mano izquierda ardía.

—Quitad vuestras repugnantes manos antes de que sea tarde —pronuncié despacio, mi faceta amenazante no surgió el efecto esperado.

Escupió sangre a un lado, con la mirada asesina levantó la mano para devolverme el golpe. Todo paso a cámara lenta, sentí en cada poro de mi piel como el aire se movía con su impulso.

Me incliné así atrás recostándome, logré esquivar el patético intento. Para mi desgracia reaccionó colocándose sobre mí, tenía sus genitales a punto para romperlo con mi famosa patada cuando unos pasos seguido de una pierna alejaron al borracho de mí.

—¿Estáis bien? —vi a Deacon desde abajo. Irradiaba enojo hacia el sujeto, nuestros ojos no se encontraron. Hace tanto tiempo que nadie daba la cara por mí.

—Se supone que debéis estar en cama herido —gritó como pudo el extraño, el solo seguir sus pasos me mareaba, el soldado se meneaba más que un barco en plena tormenta.

—Levantaos —extendió su mano para que la cogiera. Obvio que no objeté nada, Deacon me alzó colocándome tras de él. Cualquiera diría que hace unas horas estaba en semejante estado, ahora se encontraba acicalado vistiendo unos pantalones verdes oscuros y una camisa negra desabrochada.

—Eres un egoísta —el hombre se abalanzó sobre él alzando un puño penoso. Deacon fue tajante, con un solo movimiento esquivó arrinconando todo el brazo, desde la muñeca hasta el hombro. Tenía frente a mí al borracho inclinado mirando el suelo sin oportunidad de realizar ninguna estupidez.

—Discúlpate —exigió escuchando el chirrido de sus dientes, se me olvidaba el terror que podía provocar Deacon.

—La culpa es mía, no tocare lo suyo jamás, se lo juro por los dioses —. La voz de este era clara y desesperada.

—A Leah —me pilló por sorpresa, ¿esta era una de sus tácticas para impresionarme? El soldado permaneció en silencio, que se disculpará con una mujer era una deshonra para todos -. Ruega su perdón.

De Cunas AltasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora