Capítulo 3-Herr Mannelig

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 Al día siguiente del funeral de Anya

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 Al día siguiente del funeral de Anya.  

Alejandro I de Rusia se dignó a conceder una audiencia privada a su hija para informarla sobre su futuro. Fue uno de los mayordomos reales el encargado de avisar a Anastasia de que su padre quería verla en la sala del trono. Para la ocasión eligió un vestido inspirado en la moda inglesa con un escote cuadrado, mangas abullonadas y cinturón debajo del busto con muselina jaspeada. Estaba cosido con hilo de oro y constaba de tres capas que jugaban con el beige, el granate y el dorado. Pese lo espectacular que era su vestido, no debía olvidarse que acababan de enterrar a Anya, por lo que se colocó una capa negra por encima. 

La peluquera de la  corte fue la encargada de preparar su voluminoso cabello rojo con un recogido que dejaba caer algunos bucles alrededor de su ovalado rostro. Usó pinturas para los ojos y los labios y se perfumó con esencia de lirios. Su belleza pasaría a la historia y la tiara de diamantes con la que coronó su atuendo era testigo de aquella afirmación. 

Fue puntual y llegó a la sala imperial rodeada por el servicio.

—Padre, ¿quería  verme? —preguntó al entrar y ver a Alejandro sentado en el trono. Por un momento le pareció que estaba muy viejo y decrépito, pero esa fugaz percepción se evaporó en cuanto el zar se irguió. 

—Hija, pasa —Se levantó y se acercó a ella para ofrecerle el brazo. Anastasia se cogió a él, sintiéndose muy extraña por la cercanía de su padre. —Demos un paseo.

Ojalá lo hubiera tenido la oportunidad de conocerlo mejor, pensó para sus adentros.   

Pasaron por la escalera de gala empapada de arte barroco ruso con molduras de oro, moquetas rojas y cúpulas repletas de querubines y serafines. Anduvieron por el vestíbulo donde los grandes caudillos del país estaban retratados y Anastasia reparó en la grandiosa lámpara de araña que colgaba del techo. Debía pesar al menos una tonelada. Después se adentraron en la sala de los escudos, una de las más grandes del palacio. En ella solían celebrar bailes los de máscaras y las ceremonias.  

Mientras hacían el recorrido, incluyendo la sala pequeña del trono en honor a Pedro I, su padre le hablaba de la importancia del sacrificio, del honor y de las grandes mujeres que habían formado parte de la familia Románov. Hizo especial hincapié en aquellas damas que se habían casado para ennoblecer el país y le contó anécdotas familiares que jamás había escuchado. Ella, por su parte, mantuvo un absoluto silencio hasta llegar a la capilla privada de la familia decorada por Rastrelli donde, por fin, Alejandro le confirmó lo que ya sabía: debía casarse con Mijail Speránski. 

—Cumpliré con mis obligaciones como Gran Duquesa de Rusia, padre —contestó simple y llanamente con la mirada perdida en la infinidad de ornamentos de la capilla que le resultaba tan ostentosa en comparación a la que había en el convento. 

Alejandro I miró a su hija por varios segundos seguidos, más tiempo del que jamás le había dedicado.

 —Tienes los mismos ojos que tu bisabuela, Anastasia. 

El nacimiento de la emperatriz. Dinastía Románov I.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora