Exopolítica

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"Creer es el enemigo"

John Keel, Las Profesías del Hombre Polilla


Armando no podía llegar a acostumbrarse a la pobre vista de su cuarto y aun así era lo único que le quedaba: un triste árbol de palma de cera rodeado de aposentos con ventanas. Él no era el único que pasaba la mayor parte del día observándolo (y en algunas ocasiones unas cuantas horas de la noche), porque cuando los encargados de la limpieza pasaban por allí los apesadumbraba la imagen de tantos hombres y mujeres con sus miradas clavadas en sus ramas y su tronco como si se tratara de un milenario tótem.

Ya habían pasado tres largos años desde su ingreso a la institución. La estructura de estilo decó, aunque sólo contaba con dos pisos, se caracterizaba por hermosos arcos, formas fraccionadas y, en otras esferas, aerodinámicas, repitiéndose pasillo tras pasillo en líneas duras y sólidas. Para ese entonces ya había perdido su esplendor y sus imponentes paredes y formas de otra época estaban cubiertas de una pintura verde oliva cuya tonalidad las hacía ver aún más institucional.

Sus amigos de otra vida habían sido remplazados desde hacía mucho tiempo y, por gracioso que pareciera, encontraba a los nuevos mucho más interesantes.

Miró el reloj en la pared. Eran las tres, hora de su terapia.

Llevaba ya cinco semanas asistiendo al mismo grupo y las sesiones le parecían cada vez más entretenidas. Había, para empezar, una mujer bella y alegre con la característica celestial de estar en todos lados donde pudiera estar sucediendo algo. Afirmaba pertenecer a otra época; unos cuarenta años de desfase según sus cuentas. Lo más impresionante del asunto eran sus extensos conocimientos del período. No sólo se vestía con la ropa de esa década y se maquillaba a la usanza, sino que tenía información difícil de conseguir incluso en libros y periódicos.

"Pero no imposible", pensaba Armando, intrigado con la manía de la mujer.

En alguna ocasión la había encontrado en su cuarto llorando profusamente y ella le había confesado hacerlo por el asesinato del pobre Jorge Eliecer.

"Lo que no entiendo es por qué no lo dicen en la radio", dijo la mujer sosteniendo el aparato sin baterías.

En el último mes se había presentado un nuevo paciente que insistía en mantener en todo momento la naturaleza y las maneras de un personaje de cine. El pobre hombre había llegado al extremo de programar una cirugía estética con el fin de conseguir una apariencia física lo más parecida posible al actor que lo había interpretado. Lo internaron antes de la fecha.

De camino a su reunión, se encontró con la encargada de la cocina. Le preguntó el menú de la noche y ella se lo confirmó: pasta y pan. Armando se alegró.

Ingresó a un cuarto grande y bien iluminado con unos ventanales amplios por cuyos cristales se podían ver las montañas extensas más allá de una enorme sabana. Se sentó en su lugar y encendió el primer cigarrillo de la sesión. Los demás asistentes estaban ya en sus asientos o tomando café y disfrutando de la vista. En total eran siete.

Repentinamente, entró al lugar una mujer de baja estatura y complexión maciza y fuerte, con brazos de luchadora y la mirada bobina de empleada del sector público con unos cuantos meses más para el retiro. Se llamaba Helena. Se había graduado como psicóloga hacía ya más de treinta años, pero si sus nuevos pacientes conocieran su historia estarían de acuerdo en que debería hacer parte del grupo de los convalecientes.

"Su anterior terapeuta acaba de ser transferida a una institución diferente", dijo después de presentarse.

A nadie le pareció raro. Desde su ingreso, a Armando le habían cambiado su psicólogo por lo menos una docena de veces. El grupo se acomodó y se quedaron mirándola con cara de pocos amigos. No era de extrañar porque todos los presentes sabían que el proceso debía iniciar una vez más, prácticamente desde el principio.

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