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Para aquella chica que me daba dibujos y cartas en papel de libreta todos los domingos, a escondidas, con las esperanza de que nadie viera.

Es un dolor sordo. Un dolor que no puede salir por mi boca, y un dolor que se atasca en mi garganta, y hace que quiera vomitar. Mi pecho está hecho un nudo, y me cuesta respirar. Abrir los ojos representa un esfuerzo abismal. La comida pierde su color y me cuesta zamparla; es como si la peristalsis del esófago dejara de funcionar cuando quiere. Tomar agua solo lo hace peor. Mis miembros responden aletargadamente y no me puedo concentrar. Todo recae en lo mismo. ¿Cómo es que he llegado a esto? ¿Por qué no me di cuenta antes? ¿Por qué todo se repite? Todo se repite y no he aprendido a aprender. Es lo mismo y no vislumbro diferencia alguna de lo que hace años fue. Mujeres, honestidad y lágrimas. Quisiera poder ver mis pies sin temer encontrar un vacío. Con frecuencia me pregunto, ¿habrá suelo en el siguiente paso? No me gustará la respuesta, y no me he podido acostumbrar a ello. ¿Quién querrá un pensamiento de tres pétalos?

–¿Momo?

–Hola.

–¿Por qué estas aquí?

–He venido a verte, Pensamiento.

–¿Qué has traído el día de hoy?

–Te he traído el olor a polen de primavera y el canto del ruiseñor posado en la rama frente a tu ventana.

No la volteo a ver, pero puedo mirarla con claridad: su delgada y pequeña figura de una niña menor a 13 años, su cabello lacio color negro azabache, sus ojos cafés tan oscuros como su cabello, su tez morena, su vestido de olanes brocados blanco, sus calcetas blancas y zapatos de piel negros. Me mira fijamente y después su mirada se posa en lo que yo veo.

–¿Qué miras? –me pregunta con su voz infantil.

–Lo que puedo.

Delante de nosotros hay un terreno baldío sin dueño y sin color. El terreno está al lado de la propiedad que posee mi familia; la propiedad que visitamos todos los fines de semana para alejarnos de la ciudad y dejar de pensar por dos días. El terreno de a lado no está bordeado por ninguna cerca y en medio de la amplia tierra hay un árbol caído en el que me gusta sentarme y estar con ella y conmigo. A excepción del tronco seco que me sirve de asiento, no hay ningún otro árbol y lo único que puedo ver es el bosque que se extiende a unos metros del límite del terreno y la tierra, escarchada con piedras, matas de espinas y retoños silvestres que dejan una sensación de comezón al rozar tu piel.

–Frota un poco de tierra sobre la parte de la piel que te pica.

–No me tomes por tonto.

–Pruébalo– ella insistió–, verás como no me equivoco.

Efectivamente, la picazón disminuyó cuando lo hice. Así fue como nos conocimos. Momo me toca el hombro y se sienta a mi lado en el tronco.

–Sabes que tu decides cuanto quieres ver. ¿Es que acaso no me vas a creer de nuevo?

–No es eso, Momo, últimamente, parece que lo que quiero ver no aparece con nitidez.

–¿Ah sí?

–No creo que te haga mucha gracia.

–Bueno, sabes que no me enojo, pero me resulta divertido que alguien que puede ver diga que no puede.

Momo mece sus piernas que cuelgan del tronco; mis piernas, al contrario, tocan el suelo y se extienden con facilidad.

–Comienzas clases la semana que viene– continúa ella.

–Si.

–Bueno, espero que el olor a polen te acompañe y que no haya silencio en tu cabeza.

El dibujo a color de la soledadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora